miércoles, 30 de diciembre de 2009

ESTÁ MUERTO, ¿NO?

Había empezado a leer el segundo capítulo de Lolita cuando llegó mi hijo y se sentó a mi lado, en el sofá. Muy serio, muy en su papel de hijo que se interesa o finge interesarse por lo que hace su padre cuando éste no tiene nada que hacer, me preguntó qué leía, y yo le dije que una novela de un tal Nabokov. Ah, dijo él, como si conociera a Nabokov de toda la vida. ¿Quieres ver una foto de Nabokov?, mira, y abrí el libro por el final y le mostré una fotografía en blanco y negro en la que sale Nabokov embutido en una especie de chubasquero, sonriendo, no a la cámara, sino a alguien o a algo que hay por encima de su cabeza, a su derecha, con esa sonrisa de viejo socarrón y lascivo que fácilmente podemos imaginarle sin necesidad de fotografía alguna. Entonces mi hijo puso un dedo sobre la nariz de Nabokov y dijo con absoluta naturalidad:
-Está muerto, ¿no?

PAREDES/LLUVIA/131

Las paredes abofadas del despacho son mi melancólico e involuntario homenaje a Andrei Tarkovski. Desde luego, preferiría no verlas así. Mi lirismo no llega a tanto.
La lluvia en exceso me repugna. Las ropas húmedas, los zapatos mojados, los charcos de agua sucia... todo eso me da asco. Debería escampar de una vez por todas. Días de lluvia... Aprendí a conducir en días como estos. Me acuerdo del olor a perro mojado del viejo 131 de mi padre. El volante pringoso, el parabrisas empañado y perlado de gotas de agua y los limpiaparabrisas haciendo frap-frap, frap-frap. Y el nudo en el estómago cada vez que tenía que aparcar aquel transatlántico. Pitad, cabrones. No veía nada con aquel morro inmenso y aquellos cristales empañados. Y cómo pesaba la dirección, tenías que agarrar el volante así y tirar con toda el alma. Y los de detrás venga pitar. Sí, llovía, llovía mucho cada vez que cogía el 131 de mi padre aquel invierno de 1987. ¡Qué mierda de lluvia!

domingo, 27 de diciembre de 2009

INVENTARIO APRESURADO

¿Qué me ha dejado el año 2009? Dos escritores, Roberto Bolaño y Thomas Bernhard, y el cineasta Andrei Tarkovski. Y el deseo (comprensible, pues soy peterburgués hasta la médula, y si no me creen pregúntenle a mi querida Nastasia Filippovna, que ella sabrá defenderme) de leer Petersburgo, una novela de Andrei Biely.
Con Bolaño estuve en Isla Canela, quiero decir en el desierto de Sonora, desenterrando cadáveres de muchachas asesinadas y violadas y esperando con la respiración contenida y un hilito de baba cayéndome de la comisura de los labios la llegada del gigante que nos salvará de la mala literatura.
Con Bernhard construí una calera (seguí escrupolosamente las indicaciones, y el resultado ahí está) que bien podría ser la casa de mis pesadillas (últimamente sólo pesadillas, siempre casas desvencijadas y malsanas, siempre espacios cerrados y homicidas).
Con Tarkovski, la maravilla de ver cómo en la pantalla del televisor aparecen, sin que uno tenga que hacer el menor esfuerzo, mis sueños y mis recuerdos. Recuerdos, entre otros, de cuando uno era ruso y vivía en San Petersburgo sin un rublo y no hacía otra cosa que releer incansablemente Un héroe de nuestro tiempo y suspirar por las largas y perfectas piernas de Nastasia. Decía Céline que la auténtica aristocracia humana la confieren, digan lo que digan, las piernas, y yo afirmo que si eso es así, no hay mujer más aristocrática que Nastasia Filippovna. Pero estoy desvariando. Basta de Nastasia por hoy.
Lo que quería decirles es que ahora, justo cuando el año 2009 está a punto de irse para siempre, me he hecho amigo del sobrino de Wittgenstein. Él está encerrado en un manicomio y yo en un sanatorio para enfermos de pulmón, maldito sea el tabaco. Sanatorio y manicomio, instituciones sumamente austriacas, están separados por una verja que los reclusos (sí, somos reclusos antes que pacientes) de uno y otro lado burlamos con gran facilidad arrastrándonos por debajo. Al atardecer los locos tienen que ser capturados por los guardianes y metidos en camisas de fuerza, y tienen que ser sacados de la zona de pulmón y devueltos a la de los enfermos mentales con porras de goma, como he visto con mis propios ojos, y eso no ocurre sin gritos lastimeros que me persiguen hasta en mis sueños. Pero la amistad de Paul compensa sobradamente tan tristes espectáculos.
Pues eso, Bolaño, Bernhard, Tarkovski y el deseo de Biely. Lo demás puede olvidarse.

viernes, 18 de diciembre de 2009

¡EL FRANCIS BACON NO LO VENDO!

Konrad, arruinado, entrampado hasta las cejas, ninguneado por los mismos bancos que durante decenios le habían prestado dinero a manos llenas con el solo aval de su apellido, sin habilidad alguna para ganarse la vida, logró sobrevivir durante un tiempo malvendiendo a avispados anticuarios la mayoría de los muebles y cuadros y demás objetos valiosos que había ido acumulando a lo largo de los años. Todo lo vendió o quiso vender, como digo, en su demasiado humano afán de supervivencia. Todo, excepto su Francis Bacon. ¡El Francis Bacon no lo vendo!, se le oía decir una y otra vez con su característica vehemencia.
Y yo ahora me pregunto: ¿qué objeto de los que poseo no vendería bajo ninguna circunstancia? ¿Qué cosa es mi Francis Bacon? Y después de meditarlo durante unos minutos, mientras hojeo, precisamente, un libro sobre la vida y obra de Francis Bacon, cuyos cuadros, dicho sea de paso, me atraen y me repugnan a partes iguales, llego a la conclusión (sin sombra de patetismo, que quede claro) de que no tengo nada digno de no ser vendido, pues posiblemente no tengo nada digno de ser comprado. Y aquello que yo llamaría mi Francis Bacon, aquello de lo que no me separaría jamás, bajo ninguna circunstancia, no pertenece al comercio de los hombres, pues no es más que una pobre secreción de mí mismo sin valor alguno, excepto el puramente sentimental. Me refiero (aquí no hay lugar para el misterio) a mis diarios y apuntes, que, como ese hilo de baba que va dejando tras de sí el caracol, he ido dejando yo sobre el camino.

sábado, 5 de diciembre de 2009

ANDREI TARKOVSKI, HERMANN BROCH Y LOS MUROS DE LA INFANCIA MÍA

Tarkovski filma para mí. Eso es así y no cabe discutirlo. Filma las casas viejas de mi infancia, los charcos de mi infancia, las paredes húmedas y desconchadas de mi infancia, las máquinas herrumbrosas y los jaramagos y los silenciosos perros de mi infancia. Filma mis sueños y mis recuerdos, sean estos reales o inventados. Filma los juegos a los que yo jugaba de chico, aquellas incursiones por el solar que había junto a la casa de mis abuelos, en la calle Atienza, en el que nos colábamos mi hermano y yo por un agujero excavado en el muro. (No se me va de la cabeza esa tira de tela anudada a una tuerca, o esa tuerca con una tira de tela anudada, que una y otra vez arroja el protagonista de Stalker para mostrar a sus acompañantes el tortuoso camino que los llevará a la habitación donde sus deseos serán cumplidos, si es que se atreven a entrar en ella... Yo he jugado de niño a ese juego, yo, que vi Stalker por primera vez hace una semana. El solar de la calle Atienza era la Zona y yo no lo he sabido hasta ahora.) Tarkovski filma la casa de mi niñez, que es a un tiempo la casa que habito en mis sueños, y filma también las casas abandonadas que yo exploraba con mis amigos cuando apenas tenía diez años. Tarkovski me hace el inmenso favor de poner ante mis ojos lo que de otro modo no podría ver más que en mis sueños y en mis recuerdos. Y eso es de agradecer. Mucho. Mi infancia es una película de Tarkovski.
Y Hermann Broch escribió para mí el relato Una leve decepción, del que copio algunas frases que parecen sacadas de mi propio almacén mental: "Surgía la esperanza leve de que la ciudad se abriera de nuevo al campo." "La pared no tenía ninguna abertura en la planta baja, pues habían cubierto con ladrillos las puertas y las ventanas." "Casi era increíble que existiera un espacio libre tan grande a la espalda de los edificios comerciales." "Si se escuchaba atentamente, se oía funcionar una máquina." "Se divisaba un vasto panorama, por lo visto la casa era mucho más alta de esta parte..." "...allá en las montañas que reverdecían bajo el dorado mediodía, en los campos que se extendían a un lado, claros y brillantes." "...y vio un laberinto de tejados, cubiertos unos con tejas, otros con horrible cartón negro..." "...como si lo persiguieran, bajó a saltos la escalera, aunque dándose cuenta de que había numerosos dibujos obscenos en la vieja pared; parecían pintados por un niño." "Le sorprendió que la casa de la que acababa de salir se prolongara hasta aquel barrio, en realidad bastante alejado." El relato de Broch transcurre en la casa donde transcurren mis sueños.
Hay en la calle Atienza una casa cuya puerta nunca he visto abierta. Un día Lola pasó por delante de la casa y vio que la puerta estaba abierta; detrás de la puerta había un jardín enorme, frondoso y salvaje. Yo he soñado muchas veces con ese jardín secreto que nunca he visto. O tal vez sí lo he visto y he olvidado que lo he visto y he preferido creer que lo he soñado.