domingo, 28 de febrero de 2010

DESDE LA AZOTEA



  "...rodeados por un paisaje de casas viejas y medio ruinosas..."

(Fotografía tomada desde la azotea de la casa de la calle Atienza, a principios de los ochenta, con la vieja werlisa de mi padre.)

domingo, 21 de febrero de 2010

UNA HISTORIA DEL TRAGA

No hace mucho nos juntamos unos pocos alrededor de un velador de El Sardinero, y yendo de una cosa a la otra, acabamos hablando de la taberna El Traga. Alguien, nostálgico, recordó los versos:

Entre Córdoba y Semana Santa
una palmera corría,
y hasta el reló de la audiencia
se hartaba de sandía.
Mujer, no tienes conciencia
 
que recitara con cómica seriedad el tío Eduardo una noche en la que sin venir a cuento pidió permiso para sentarse a nuestra mesa y nos tuvo en vilo un rato inolvidable con sus viejas historias de la taberna. Como aquella en la que, para comprobar si fulano era o no era mariquita, el tío Eduardo y su hermano Vicente cogieron una tiza y dibujaron en el suelo, frente a la taberna, un tejo o rayuela a modo de surrealista trampa para cazar manfloritas. Si es mariquita ya verás como se mete a jugar, nos decía el tío Eduardo que le decía su hermano Vicente con irrefutable lógica. Y justo cuando pasaba el presunto, los dos hermanos, que ya tenían una edad, se pusieron a saltar a la pata coja y a darle pataditas a una piedra que tenían preparada al efecto, empujándola del uno a dos, del ocho al cielo. Tú no lo mires, decía Vicente. No lo mires y sigue jugando. Y el ya casi seguro mariquita, parado en una esquina, mirando con mal disimulada envidia a los dos hermanos, se mordía las uñas al tiempo que se decía: me meto o no me meto, me meto o no me meto... ¡Y vaya si se metió!
Así, y no de otro modo, se pudo probar lo que desde tiempo atrás se sospechaba.

(De Días de vino y hachís)

PEQUEÑAS MALDADES

De un antiguo compañero del colegio al que llamábamos el Vegetal porque se parecía más a una planta que a un ser humano (no hablaba, apenas se movía, su cara parecía incapaz de expresar sentimientos), puede decirse, parafraseando aquello que se decía del cardenal Ratziger cuando lo hicieron Papa: tuvimos que hacerlo notario para verlo sonreír.

sábado, 20 de febrero de 2010

AUTOBIOGRAFÍA ABREVIADA. INFANCIA (IV)

1978: Gano el concurso Pinta tu Caravana. En el salón de actos del colegio levanto triunfante la copa, la gente aplaude, una mujer que está sentada en la primera fila sonríe y dice: qué gracioso, mujé; todo me parece maravilloso y al mismo tiempo muy natural, como si nadie excepto yo mereciera ese premio. Con las 5.000 pesetas del premio pienso comprarme un reloj digital con los números en colorado, pero mis padres me obligan a invertir aquella pequeña fortuna en acciones del banco de Santander, gracias a lo cual hoy puedo vivir de las rentas. El profesor está encantado conmigo. Un día, después de hacerme leer en voz alta un relato que he escrito, cómo no, en el lavadero de la casa de mis abuelos, un relato que aún conservo y que, leído con los ojos de un adulto, sólo provoca en mí una sonrisita de conmiseración, proclama con toda solemnidad que es lo mejor que se ha escrito en clase. Mi abuelo me regala un cuaderno para que escriba en él mis cosas. Poemas, relatos, ocurrencias. Ingenuidad y pedantería infantil. Escribo, saco las mejores notas. Pienso que la vida puede ser fácil y estupenda. Los sábados me despierta el incesante chom, chom, chom de la máquina de machacar aceitunas. Después de desayunarme con el café migado que me da mi abuela, bajo al almacén y allí me dedico a lanzar cuchillos contra una vieja puerta, a hablar con las mujeres mientras ellas deshuesan aceitunas, a hacer rabiar a los perros; inspirado por una película que he visto en televisión, me subo al soberado del almacen y pinto en el techo mi propia versión de los frescos de la capilla sixtina, lo que me vale una suave reprimenda de mi abuelo. En la cama leo los relatos de Poe (colección RTV), que me parecen excelentes a excepción de Silencio (hoy es uno de mis favoritos). Es el último día de clase; los alumnos aguardamos expectantes el nombre del alumno que será agraciado con matrícula de honor para el próximo curso. Después de nombrar a X, el profesor se me acerca y me dice: había pensado en ti, realmente lo mereces tanto como X, pero tú lo haces todo con tanta facilidad... la verdad es que no haces el menor esfuerzo. Acepto con deportividad el veredicto. Sí, el profesor tiene razón, todo me resulta demasiado fácil. Hay que premiar el esfuerzo, no los estados de gracia. Años después me enteré de que una matrícula de honor les hubiera ahorrado a mis padres una buena cantidad de dinero, pero ya era tarde para pensar en matrículas de honor, sencillamente, ya no tenía fe en mí.
En el largo verano, mientras todos duermen la siesta, leo sentado en la escalera El pais de las sombras largas, que me hace temblar de frío aun en medio del calor sofocante. Tengo una caja de madera en la que guardo mis tesoros: novelitas del oeste, un manual que enseña a hacer trucos de magia, una armónica, un diccionario de francés Lilliput que me ha regalado un belga que trabaja para mi abuelo, una cuerda con una moneda de veinticinco céntimos atada a un extremo que prácticamente sirve para cualquier cosa... Mi hermano y yo jugamos a caminar descalzos por el ardiente suelo de la azotea. Luego nos bañamos en un bocoy que mi abuelo ha serrado por la mitad y al que hemos dado en llamar irónicamente "la piscina". Nos bañamos allí, en la azotea, rodeados por un paisaje de casas viejas y medio ruinosas cuyas ventanas son misteriosos agujeros excavados en el muro que invitan a imaginar cómo será la vida de sus nunca vistos moradores.
Empiezo quinto de EGB. Don Joaquín Leflet, el profesor, me desagrada desde el primer momento. Se las da de gracioso y obliga a los niños a reírle las gracias. Cuando yo diga "miarmaaa", vosotros decís "chiquetitooo", nos explica ya el primer día de clase. Cada vez que un alumno hace una pregunta o da una respuesta que el profesor considera estúpida, don Joaquín dice meneando la cabeza: miarmaaa, y los niños, previamente aleccionados, inmediatamente cantan a coro: chiquetitooo. Ni que decir tiene que, mientras toda la clase se regodea y canta el infamante chiquetito, yo me quedo callado y serio. No lo hago por compasión del humillado, sino por desprecio al profesor. Los métodos pedagógicos de don Joaquín Leflet no excluyen la humillación pública del alumno con comentarios hirientes ni los salvajes bofetones ante la menor falta de disciplina. Un día, don Joaquín Leflet llama a Z, cuyo delito ha sido cuchichearle alguna cosa a su compañero de banca, al fondo de la clase. Z se levanta de la silla y comienza a caminar lentamente y muerto de miedo por entre las filas de pupitres. En mitad de un silencio de muerte, se oye la voz de don Joaquín Leflet: quítate las gafas. Z se quita las gafas temblando, reprimiendo las lágrimas. Todos sabemos lo que va a pasar, no es la primera vez que asistimos a un espectáculo parecido. El paseo de Z hasta el cadalso se nos hace interminable. Don Joaquín Leflet espera de pie delante de la pizarra. Cuando Z se le pone a tiro, le suelta un tremendo bofetón que resuena en toda el aula. Ahora vuelve a tu sitio, concluye. Estas torturas diabólicamente escenificadas y ejecutadas por el profesor me llenan de angustia, pero sé, positivamente sé que don Joaquín Leflet no se atreverá jamás a ponerme una mano encima. En vez de bofetones, me lanza comentarios maliciosos, de una maldad que todavía me asombra. Me hablaron muy bien de ti, me dice un día sin venir a cuento, delante de todos mis compañeros, pero no creo que sea para tanto.

domingo, 14 de febrero de 2010

HICE CUANTO PUDE

Que esto, es decir, la vida, cada vez se parece menos a lo que uno había imaginado o hubiera podido imaginar de habérselo propuesto, es un hecho indisimulable. Que la cosa no tiene remedio y que cada día que pasa irá a peor también son hechos probados por la hamarga hexperiencia. De nada sirven los engaños, las máscaras y las mascaradas. ¡Te conozco, mascarita! Así que lo mejor será claudicar de una buena vez (sin aspavientos), entregar la cuchara (con la elegancia que la ocasión requiere) y el que venga detrás que arree. O como dijo mi maestro, el inolvidable Vasili Nikolaievich Panov (¡qué pésimo pupilo tuviste, Vasili!) en ABC de las aperturas: "Hice cuanto pude; quien pueda más que lo haga". Sabias palabras que no deberíamos dejar de recordar al menos una vez al día. Y entre tanto, a seguir dando cornadas.



jueves, 11 de febrero de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA

Desde hace más de veinte años el hombre de la mascota se planta cada mañana en una esquina de la plaza del Duque (ahora) o de la Campana (antes) y ahí se pasa las horas sin apenas variar de postura, siempre de pie, firme, callado y con la vista al frente. No habla con nadie, no mira a nadie, no se quita la mascota de fieltro aunque haga cuarenta grados a la sombra. El hombre de la mascota simplemente está ahí, en su puesto, fiel a la obligación que se ha echado y a su indumentaria (además de la mascota lleva siempre un bastón) y sin ningún propósito en apariencia.
Me resulta curioso que el hombre de la mascota no sea, no haya llegado a ser después de tantos años lo que comúnmente se conoce como un personaje popular. La mayoría de las personas con las que he hablado del hombre de la mascota, como yo lo llamo, ni siquiera ha reparado en su existencia. Es curioso. Un hombre así no debería de pasar desapercibido.