viernes, 17 de diciembre de 2010

Escenas de la vida bohemia

Hay días en los que X se parece a John Lennon y días en los que más bien me recuerda a Roberto Bolaño: un Lennon sin talento musical que se pasara las horas en el bar, jugando al ajedrez y bebiendo y fumando de gorra -cosa que todos hemos hecho alguna vez-, o un Bolaño ágrafo, avejentado, sin dinero ni domicilio fijo, que malviviera del sable y de la compasión de unos cuantos amigos y familiares. En sus buenos tiempos X vivía de su mujer, una muchacha guapa y comprensiva con la que tuvo una hija que ahora andará por los diez años; entonces todo iba estupendamente, su mujer daba clases en un instituto y lo ganaba bien y X podía dedicarse a beber y a jugar al ajedrez -con ese estilo suyo, loco y desinhibido, que tantos quebraderos de cabeza me produce cada vez que nos enfrentamos- y a charlar durante toda la noche de literatura o de música con el primero que estuviera dispuesto a escucharlo. Le gusta el jazz y realmente sabe de jazz, puede tirarse horas hablando de Coltrane, cuya discografía conoce de memoria; mil veces le he oído contar la historia de aquella vez que estando de vacaciones en no sé dónde se gastó todo el dinero que le quedaba en un viejo disco de Coltrane que vaya usted a saber dónde estará ahora, después de tantas mudanzas. El dinero le quema en los bolsillos, como suele decirse, y jamás se ha resignado a emplearlo en algo de provecho o simplemente necesario. Una vez su mujer le dio dinero para que se comprara un pantalón -el único que usaba desde hacía meses estaba hecho un verdadero asco- y él se lo gastó todo en cerveza, estuvo bebiendo por ahí hasta las tantas de la madrugada y al final volvió a casa borracho y con los mismos pantalones de siempre, aunque un poco más sucios y repugnantes si cabe. Por cosas así su mujer acabó por abandonarlo; un buen día la muchacha decidió que ya estaba bueno lo bueno y se largó con la niña a un lugar lo suficientemente alejado de Sevilla como para no sentir la tentación de volver con él. Yo creo que ella pese a todo lo quería, pero en fin... A partir de ahí las cosas le fueron de mal en peor. X se asoció con otro bohemio, su amigo Y -ajedrecista profesional que, mal que bien, se las arregla para vivir del ajedrez, lo que no deja de parecerme poco menos que milagroso-, y abusando de su bondad -Y es una persona bondadosa y tranquila como pocas- lo convenció de que durante algún tiempo, mientras él encontraba trabajo, pagara el alquiler y llenara la nevera del piso en el que hasta entonces había vivido con su mujer y su hija. Como X no aportaba nada a la sociedad y no hacía más que beber y lamentarse de su mala suerte, ésta terminó por disolverse al cabo de un año o así. Finalmente el propietario del piso envió una carta reclamando el pago de varios meses de renta atrasados -carta que, como es natural, fue sometida a mi consideración profesional- y X se vio obligado a recoger sus bártulos y a buscar asilo en casa de una tía suya que ya lo había acogido en los lejanos tiempos en que era estudiante de filología. Recuerdo que entonces le pregunté con mucho tacto por qué no regresaba a su pueblo, a casa de sus padres, y él me respondió que el pueblo lo asfixiaba y que de ninguna manera estaba dispuesto a volver allí.

 Hace un par de meses, serían las diez de la noche y yo salía del despacho decidido a irme derechito a casa, me topé con X en la esquina de la calle Delgado. Tenía un aspecto lamentable y se diría que estaba completamente derrotado por las circunstancias. Cuando le pregunté qué tal le iba, me dijo que su tía lo había invitado a mudarse a otra parte y que no sabía dónde pasar la noche ni a quién podía recurrir. Estaba, como es lógico, muy deprimido, y yo, que tampoco estaba pasando una buena racha que digamos -aunque desde luego, nada comparable con sus problemas-, tuve miedo de que de algún modo me contagiara su depresión, así que para protegerme no me mostré especialmente compasivo. Me dijo que, además de desahuciado y sin un céntimo, estaba enfermo, y estuvo un buen rato dándome toda clase de detalles acerca de su supuesta enfermedad, digo supuesta porque sé que X es bastante hipocondríaco, nunca me he tomado en serio sus males, aunque es posible, pienso ahora, que en aquel momento estuviera realmente enfermo. No sé. El caso es que hablamos durante un rato, o mejor dicho, habló X y yo lo escuché. Estoy seguro de que estuvo tentado de pedirme dinero, pero, tal vez porque no tenemos demasiada confianza el uno con el otro -nunca hemos sido lo que se dice amigos íntimos- o porque de repente tuvo un arranque de amor propio, no se decidió a hacerlo; aunque recuerdo que una vez me pidió dinero con la excusa de que necesitaba coger un taxi y yo le di mis diez últimos rublos sabiendo de antemano que pronto acabarían en la caja registradora del bar más cercano. También me contó que estaba buscando trabajo, su vieja cantinela. Me disgusta oírle decir que está buscando trabajo porque sé que no es cierto y porque de alguna manera se traiciona a sí mismo cuando dice que anda buscando trabajo, como si alguien como él pudiera trabajar alguna vez. Hay personas que nacieron para la bohemia; suelen ser personas con encanto, frágiles y menesterosas, cuanto más frágiles y menesterosas son, más encantadoras nos resultan, criaturas noctámbulas y bebedoras y con vagas aspiraciones artísticas, incapaces de conducirse de manera ordenada y con una marcada inhabilidad para el trabajo; inhábiles también, por desgracia, para el arte, que exige talento y sacrificio. Personas a las que uno acepta como son -precisamente se las acepta por ser como son-, y a las que nadie en su sano juicio les pediría que se comporten como lo haría un chico responsable y aburrido, ni mucho menos les daría un empleo. Por eso no me gusta oírle decir a X que anda buscando trabajo. Bastante trabajo tiene con ser bohemio, digo yo.