domingo, 18 de diciembre de 2011

El doble

Anoche, en el autobús, había un tipo grande, rubio, con una cara de lo más extraña... Lo sorprendí mirándome, debía de llevar un buen rato mirándome con aquellos ojos saltones que tenía, azules o grises. Cuando mi mirada se cruzó con la suya me volvió la cara y se puso a mirar por la ventanilla. Estaba claro que intentaba disimular, olvidarse de mí... Pero algo lo incitaba a mirarme de nuevo. Fijamente, escrutadoramente. No podía dejar de mirarme, el rubio aquel. De repente ya no pudo más. Se acercó y me dijo:
—Disculpe, permítame que le haga una pregunta. ¿Se llama usted Fulanito, Fulanito de Copas?
—No —le dije.
—Es que es usted idéntico. ¡Idéntico! ¿De verdad que no es usted Fulanito?
—Pues no —repetí. Me di cuenta de que el rubio tenía unidos los dedos índice y medio de la mano derecha, un defecto congénito. El dedo doble tenía una sola uña.
—Es un amigo mío del Facebook —insistió el rubio, que no podía dar crédito a que yo fuera yo y no el que él creía que tenía que ser—. Toca en una banda.
—Pero yo no toco en ninguna banda.
—Ah, entonces no puede ser usted. Perdone. No quería molestarle.
—No es molestia.
—Es que es usted idéntico —dijo una vez más, clavándome la mirada—. Se habrá dado usted cuenta de que no he dejado de mirarle desde que entré en el autobús.
—Ya.
—Bueno, discúlpeme.
—Por favor, no hay por qué disculparse.

Cuando llegué a casa me metí en el Facebook y busqué al tal Fulanito de Copas. Y bueno... No digo yo que no se me parezca. Hay un cierto parecido, un aire, las gafas... Pero de ninguna manera idéntico. Yo soy mucho más guapo, si se me permite decirlo. No hay comparación. Y además, que no me gusta Mecano, ni Batman, ni la Semana Santa. Ni desde luego toco la corneta en la banda de Las Cigarreras, hasta ahí podíamos llegar.

domingo, 27 de noviembre de 2011

El caballo amarillo revisited

De una carta escrita a un amigo en el exilio:
"Decididamente me he vuelto anarquista, como aquel tío abuelo mío que a los catorce años puso una bomba en un puente, y justo cuando estaba a punto de darle al detonador, lo trincó la Guardia Civil y lo infló a guantazos y patadas antes de devolvérselo hecho un guiñapo a su pobrecita madre, mi bisabuela. (La historia es verídica, me la contó mi abuelo unas quinientas mil veces.) Así que anarquista. Pero no anarquista de salón o a la borgiana manera. Sino anarquista de bomba y mecha encendida."
Me ganará la pereza, seguro.

martes, 1 de noviembre de 2011

Piropo

El otro día el Hombre del Vino —es decir, Emilio el Loco, como ya saben todos ustedes gracias a la increíble intuición de Másdelomismo— me dedicó un original piropo-insulto, cuya transcripción exacta encontrarán al final de esta entrada. El caso es que me disponía a salir de casa a eso de las nueve y media de la mañana cuando vi a Emilio sentado en el escalón del zaguán, escribiendo quién sabe qué cosas en un papelito. Como es natural, me entraron unas ganas locas de leer lo que Emilio estaba escribiendo, así que me acerqué a él despacio y sin hacer ruido y con la intención de echar un vistazo por encima de su hombro. No sé cómo Emilio se dio cuenta enseguida de que yo andaba a sus espaldas tratando de meter las narices en sus asuntos. Reaccionó entonces con dignidad de gran señor: me volvió ostensiblemente la cara, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo de la cazadora. Todo sucedió tan rápidamente que no alcancé a ver más que unos cuantos garabatos, perfectamente ilegibles por lo demás.

Salí a la calle un poco avergonzado por lo que había ocurrido; apenas había dado unos pasos cuando oí detrás de mí la voz de Emilio, que me decía con mucha guasa:

—¡Anda, vete ya, secretario! ¡Que eres más bonito que el duque de Calabria!


El Hombre del Vino desde el balcón, otro día

domingo, 9 de octubre de 2011

Risas en la madrugada (o algo así)

Todavía duermo con la ventana abierta. En el silencio de las cinco de la madrugada resuena la risa espeluznante del Hombre del vino. No es la risa de un hombre que ríe, sino otra cosa, una risa acuñada en otra parte. La risa de un loco de remate, para decirlo de una buena vez.
—¡Ajaaaja! ¡Ajaaaja!
 Después de la risa viene la consabida retahíla:
—María Fernanda, te llaman de la comandancia. ¡Ojú, como se entere tu padre! —etcétera, etcétera. Para cada personaje el Hombre del vino pone una voz distinta. Parece como si hubiera cuarenta personas hablando en la calle.

Qué noche más entretenida. Cómo me gustan estas delirantes madrugadas de risa y radionovela. Y qué caro está todo.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Verano

A principios de agosto intenté dejar de fumar, pero bastó con que me dejaran a solas con un White Label y un paquete de tabaco al alcance de la mano para que se fueran al traste todos mis buenos propósitos. Una semana de abstinencia (espero que mis pulmones sepan agradecérmelo) y una moderada sensación de fracaso fueron el resultado del experimento.

Anoto mis últimas lecturas: Verano, Foe y Tierras de poniente, de J. M. Coetzee, Chet Baker piensa en su arte, de Vila-Matas, Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño, Relatos de un peregrino ruso, obra anónima. Libros que leí en casa, en el hospital, en casa de mis padres, en el despacho... Mientras tanto, mi mujer y mi hijo se rebozaban en arena y, me consta, apenas leían.

"Sevilla en agosto: Baden-Baden." (Especie de greguería oída hace años a no recuerdo quién y que en ocasiones encuentro muy acertada.)

Mi amigo Enrique emigra a un pueblecito de Austria. No sabe hablar alemán, apenas tiene dinero, es feliz. Siento una alegría salvaje (no se me ocurre una adjetivo más adecuado) al comprobar en cabeza ajena que la fuga es algo más que una mera posibilidad abstracta.

Empieza a llover y la familia corre a refugiarse debajo del toldo de la pastelería. Bajo el toldo azotado por el viento, entre ráfagas de lluvia, abuela, hijos, yerno y nietos comen pasteles y charlan como si nada. Le comento a mi cuñado que la escena parece sacada de una película de Fellini y él se muestra de acuerdo conmigo (lacónicamente).

En resumen: mi madre está intratable.

sábado, 11 de junio de 2011

La víspera

La cosa no resultaba. Una manchita de sangre en la comisura de sus labios me hizo ver que debíamos parar de inmediato, así que, dándole una palmada en el muslo, le dije: "Basta de contorsiones, muchacha; esto no va". En total, ni dos minutos. Lo que se dice una escaramuza sin consecuencias. Sin embargo, cuando la vieja entró de golpe en la habitación —imagínate el susto—  y encontró a su hija debajo de un desconocido que tenía los pantalones por las rodillas y el rostro todavía congestionado... en fin, en tales circunstancias me hubiera resultado muy difícil hacerme entender, ¿no te parece? De manera que opté por cerrar la boca y aparentar la mayor calma posible; me di la vuelta en la cama y me quedé esperando acontecimientos. Cosa rara, la vieja no se puso a dar gritos ni a corretear de un lado a otro del dormitorio tirándose de los pelos, como cabía esperar. También ella, la mamá querida, la viejita, había decidido tomárselo con calma. Tanto mejor, pensé. No sabes cómo detesto los escándalos, máxime cuando no hay razón alguna. Porque, como te digo, aquello no había tenido la menor importancia. Desde luego aquella tontería no iba a impedir que al día siguiente la novia se plantara ante el altar del brazo de su padre con la conciencia tranquila y la cabecita bien alta, en eso parecían estar de acuerdo madre e hija. Y en cuanto a mí... bueno, lo creas o no, tan pronto como vi que la vieja se sentaba al borde de la cama con absoluta naturalidad, como si se dispusiera a soltar una amable reprimenda a dos niños traviesos, me desentendí alegremente del asunto.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Onettiana

Aquí la palabra amante, tan redonda, tan avasalladora, resultaría excesiva. Tan solo besos húmedos y abrazos que duraban toda la tarde, alguna rápida y nerviosa incursión de mi mano izquierda por debajo del jersey o de la falda (mi mano helada calentándose entre sus muslos, endureciéndole los pezones que alternativamente imaginaba rosados o morenos, recuerdo). Tácitamente nos negábamos el coito, porque sabíamos que hay remordimientos de todos los tamaños y al nuestro —la muchacha se empeñaba en hacerme creer que yo también tenía conciencia— lo queríamos pequeñito, manejable, reversible.

Recuerdo las tardes casi idénticas, siempre frías, siempre solos ella y yo en la trastienda de la pequeña librería de viejo donde jamás o rara vez sonaba la campanilla de la puerta. Negocio ruinoso, heredado de un hipotético padre bibliómano o traspasado con engaño por el anterior propietario. La verdad es que nunca supe cómo ni porqué Anika —este es el exótico nombre que le invento— llegó a convertirse en empresaria, valga la exageración, la bienintencionada ironía, ni de dónde sacaba para pagar el alquiler y llenar la despensa de aquel departamento de la avenida Díaz Grey al que nunca fui invitado. Por prudencia, supongo, para que el diablo no tuviera donde soplar más a gusto.

Tardes o una sola tarde de invierno, inmensa e inmóvil, para persistir en mi fracaso; dos roñosas sillas de enea, una mesa camilla, las tazas de café junto a las copitas de anís y algún que otro libro mohoso bajo la triste bombilla del flexo, única luz que nos permitíamos en aquella habitación sin ventanas, casi subterránea. Las inevitables conversaciones sobre tal o cual novelón —Anika no leía nada que el autor hubiera despachado en menos de quinientas páginas— y mis manos yendo y viniendo como si tuvieran vida propia, acariciándole la espalda rígida, el pelo, el óvalo de la cara, a veces adentrándose valientemente bajo la ropa, pero sin abusar, sabedoras de que no eran bien recibidas.

—No puedo —decía Anika bajando los ojos, apretando los muslos, obligándose a evocar la imagen del novio o marido siempre ausente de la ciudad y aun del país por razones que variaban según su estado de ánimo.

Yo entonces callaba y replegaba las manos, las juntaba bajo el mentón y apoyaba los codos en las rodillas, haciendo como si me sumiera en profundas reflexiones morales. Cuando la cosa se resistía a bajar, recurría a pensar en la muerte, viejo truco que nunca me ha fallado. ¡La muerte, la muerte!, gemía yo entre dientes, haciéndome el desesperado. Anika se reía mucho con estas cosas mías, recuerdo. Pero la risa tampoco la ablandaba.

(Temerario ejercicio de estilo escrito bajo el influjo de Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti.)

domingo, 13 de marzo de 2011

Diario argentino

Sábado

Me levanté alrededor de las diez y preparé el desayuno: cereales con leche para mi hijo y café y tostadas con mantequilla para mí. La prensa digital: terribles noticias del Japón. Pensé que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina. Luego, una larga ducha para eliminar de mi piel cualquier vestigio de olor a hospital y somera limpieza de los zapatos embarrados.
A las doce y pico salí a la calle con mi hijo. Llevé tres bolsas de víveres a casa de mis padres, dejé allí al niño y fui a La Casa de las Planchas a comprar dos bombillas de 60 vatios. En la farmacia de la calle Amor de Dios un tipo intentó colarse, pero yo se lo impedí enérgicamente. Gran satisfacción por mi parte.
De nuevo en casa de mis padres, donde afeité a mi padre y ayudé a mi hijo a recortar un trozo de cartón. El niño decidió quedarse a almorzar con sus abuelos y yo pensé que se me presentaba una magnífica ocasión para pasar un par de horas a solas en casa. Mi hijo, abrazándose hipócritamente a mis piernas: "Papá, te voy a echar un poquito de menos".
Cuando mi mujer regresó del trabajo a eso de las tres y media, me encontró leyendo la página 457 de las memorias de Chateaubriand, justamente esa en la que el autor nos informa de la muerte de Mme. de Beaumont: "...vamos, es preciso despedirnos. Llamad al abate de Bonnevie". Almuerzo: carne con guisantes. En la sobremesa vi la película Spider, cuyo argumento pude predecir -a grandes rasgos, naturalmente- desde que oí pronunciar al protagonista la palabra "mamá".
Alrededor de las siete: tranvía, autobús, casa de mi suegra, dulces preparados por mi cuñada, algarabía de niños y una densa conversación acerca de las próximas vacaciones de verano. A las diez: autobús, tranvía y regreso a casa... donde estoy en este preciso momento, escribiendo en pijama.
Publico esto para que me conozcan en la intimidad.

viernes, 18 de febrero de 2011

La ciudad es el recuerdo

Esa ciudad, abandonada a su suerte y devastada por la piqueta, en la que a falta de otra cosa uno acababa por encariñarse con la mugre, los jaramagos, las paredes desconchadas y los escombros, cuyos rincones olían a orines y a excrementos de perro, cutre y borde al mismo tiempo, ya sólo existe en la memoria de los que hubieron de pasar en ella un trecho de su vida, y no precisamente el peor. Para los nostálgicos del derribing (arte de colarse en un derribo y deambular entre cascotes) y del estacionamiento ad líbitum, pongo aquí uno de los cortometrajes que a finales de los años setenta filmó, con pocos medios y mucha cara, el arquitecto y/o cineasta Juan Sebastián Bollaín, tío de Icíar. Merece la pena, creo yo, recordarse uno a sí mismo atravesando la plaza del Pozo Santo, camino del colegio, con uno de aquellos fantásticos pantalones de campana que mamá nos compraba en Simago.


domingo, 13 de febrero de 2011

Rapé

Una frase dicha hace unos cien años por mi profesor de derecho civil se me ha aparecido en sueños; surgió de repente, en mitad de una escena de azoteas y muebles desbaratados, y ahí se quedó flotando como una mancha verbal. La frase era (pronúnciese lentamente): El rapé es el tabaco del futuro. El rapé, el tabaco del futuro... Estuve toda la noche dándole vueltas a la frasecita. Ya me veía en el estanco pidiéndole a la dependienta -con ese tono que usamos en la farmacia para pedir ciertos artículos- una cajita de rapé, si es que el rapé se vende en cajitas, si es que todavía se vende rapé en los estancos; ya me veía esnifando rapé, desenvuelto y sin complejos, tal y como había visto hacer en la facultad al profesor G. (dandi jesuita) en tantas ocasiones. Porque llegué a convencerme de que, en efecto, el rapé es el tabaco del futuro, el tabaco sin humo que nos conviene. Y muy torpe, muy desagradecido sería yo si desoyera la advertencia que en sueños se ha tomado la molestia de hacerme un ilustre catedrático.

domingo, 30 de enero de 2011

Palacio de San Telmo / Bodega Díaz Salazar / Pepe el Muerto

Visita al palacio presidencial. En el interior, una desagradable sensación de vacío: salones desamueblados, paredes desnudas, zaguanes y patios sin ornamento. Me pregunto qué podrán profanar y destruir aquí, en este viejo palacio modernizado, los revolucionarios del futuro. Para alimentar su apetito iconoclasta al pueblo sólo le han dejado la espléndida capilla barroca, así que la plebe del mañana tendrá que contentarse  con lo de siempre: quemar vírgenes y cristos y fornicar sobre los altares. Ni un busto de Griñán, ni una mala foto de Chaves en la que cebarse.

Luego en la bodega Díaz Salazar, establecimiento que también hubo de sufrir hace algunos años un proceso de modernización. Paredes y techos fueron remozados, de modo que perdieron para siempre esa hermosa pátina amarillenta que sólo se consigue gracias al humo expelido por varias generaciones de fumadores; las viejas mesas con sus inscripciones grabadas a punta de cuchillo fueron reemplazadas por otras ofensivamente nuevas, refractarias además a cualquier intento de dejar en su superficie un nombre y una fecha; la antigua solería fue sustituida por horrendas losas de mármol o granito negro, y para no afear esta nueva fealdad, se abandonó la costumbre de cubrir el suelo con serrín. En resumen, los propietarios, aun conservando todo lo que había que conservar, lo que de ninguna manera podía desaparecer sin provocar un escándalo entre los parroquianos y los puntillosos autores de guías turísticas, borraron del establecimiento cualquier rastro de saba, palabra con la que los japoneses designan "la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello, la pátina del tiempo" (Tarkovsky citando al periodista soviético Ovtchinnikov en Esculpir en el tiempo, y disculpen la pedantería). Nada de saba en la nueva Díaz Salazar. Desapareció el entresuelo con su encantadora oficina expuesta a la vista de la clientela; alguien habrá que se acuerde todavía del escritorio de otros tiempos, siempre cubierto por papeles viejos, y del flexo de aluminio.

Bar de Pepe el Muerto
Pero si lo que uno quiere es hartarse de saba, no tiene más que ir al bar de Pepe el Muerto. Ahí hay saba para dar y regalar, así sea por los siglos de los siglos. Que no se le ocurra a Pepe darle una mano de pintura a las paredes, ni siquiera pasarle un trapo a las botellas y a los trofeos de vaya usted a saber qué olvidados certámenes que hay en las estanterías, tan cubiertos de polvo y mugre que apenas se les distingue. Somos muchos los que apreciamos la belleza de la roña inimitable, y la verdad, no nos mereceríamos tanta modernización.

domingo, 23 de enero de 2011

Cinco minutos en la Alameda

Practicar al anochecer eso que Pepín Bello llamaba ruismo y que no es sino un pretexto para estirar las piernas y echar un cigarrito; caminar hasta la Alameda y una vez allí permitirme el anacronismo (tal vez el delito) de fumar entre columnas romanas, mientras miro y evalúo sin entusiasmo a las bárbaras de pelo rubio y lacio y mejillas coloradas que a esta hora pasean en alegres manadas por el centro de la ciudad. Uno es lo que es ahora: un hombre que fuma entre columnas romanas mientras ve pasar la vida, aburrido, sin nostalgias, procurando no caer en la pose (yo no estoy vencido ni especialmente lúcido; yo soy, exactamente, Esteves sin metafísica). Un perro sucio y gordo, el mismo, ahora me doy cuenta, que esta mañana ladraba atado a la puerta del nuevo mercado de la Encarnación, se para a mi lado y se me queda mirando como si me conociera de toda la vida. Hace frío, el perro mueve el rabo, los ojos le brillan, quiere hacerse amigo mío. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Doy unos pasos y me alejo del perro. Hay más perros -limpios, caros, de raza-, cuyos excrementos acabarán en la bolsa de plástico que invariablemente llevan consigo sus dueños, gente concienciada y recicladora, ya se sabe. Nubecillas de vapor saliendo de las bocas de los transeúntes. Un autobús que pasa y hace vibrar el suelo. Poca gente en el bar que han puesto en la esquina donde antes estuvo el bar Las Maravillas. Vagos pensamientos acerca de lo moderno y del abuso de la luz morada y del color blanco en ciertos establecimientos. En fin, nada.
Todo esto que ahora me cuento duró lo que dura un cigarrillo, y mentiría si dijera que vi, hice o pensé algo más de lo que aquí me he contado. Sabemos que la vida es mucho de esto y poco de lo que de verdad nos interesa, pero hay que decirlo sin énfasis. Acabé, pues, el cigarrillo, le di la última calada y lo tiré al suelo. Cuando poco después llegué a casa, busqué el verso que dice:

Mientras el Destino me lo conceda, continuaré fumando.




sábado, 15 de enero de 2011

Dos sueños

En el sueño voy caminando deprisa, como si llegara tarde a una cita, por una concurrida calle del centro que tal vez sea la calle José Gestoso. A pesar de que he escogido con sumo cuidado la ropa que llevo puesta, mi indumentaria no acaba de convencerme: pantalón blanco excesivamente ajustado, chaqueta azul un tanto arrugada y jersey gris anudado a la cintura; por debajo de la corbata marrón asoma otra corbata de color amarillo con motitas azules, bastante raída, que recuerdo haber usado hace años y que por alguna razón impenetrable he vuelto a ponerme esta mañana. De modo que hoy voy a llevar dos corbatas, me digo. ¡Qué despistado soy! Bueno, que así sea. Sin detener la marcha, inclino la cabeza y observo con disgusto que ambas corbatas están sujetas a la camisa con un vulgar alfiler de costura, lo que, dado mi recién descubierto dandismo, me parece de todo punto inaceptable. En estas tropiezo con un muchacho de unos veinte años que está parado en la acera conversando con otros muchachos de su misma edad. Tropiezo con él, lo hago trastabillar, me doy la vuelta y, como es natural, le pido disculpas. Pero el muchacho, en vez de decirme "no es nada", "no se preocupe", o algo parecido, evita mi mirada y sonríe de manera significativa al muchacho que está frente a él, como si quisiera decirle: disculparse es lo menos que puede hacer este idiota. Entonces la rabia se apodera de mí. Me detengo y, tratando de sujetar mi furia -absolutamente injustificada, como no dejo de reconocer aun con todo mi enfado-, le digo: "¿Querías decirme algo? Habla, no te quedes callado. Ibas a decirle algo a ése, no lo niegues. Lo que quieras decirme a mí no se lo digas a otro." El muchacho no me contesta, ni siquiera me mira, continúa sonriendo y mirando al otro de la misma manera burlona y provocativa, aunque con un punto de sorpresa añadido. Entonces mi rabia aumenta hasta hacérseme insoportable. "¡Di lo que tengas que decir! -le suelto, ya fuera de mí-. ¡Vamos, acabemos de una vez con este asunto! No puedo perder toda la mañana contigo..." ¡Ah! ¡Como si yo tuviera algo que hacer! ¡Como si yo fuera a alguna parte!, pienso con fastidio y amargura al mismo tiempo que le doy voces al muchacho. De repente se levanta un viento helado; mis dos corbatas se desprenden y empiezan a agitarse en el aire sin que yo encuentre el modo de sujetarlas. En ese momento me despierto completamente irritado conmigo mismo. Todas mis preocupaciones, las grandes y las pequeñas, empiezan a desfilar ante mí, y por más que le doy vueltas a la cabeza, repitiéndome una y otra vez que por la noche, aunque parezca absurdo, se ven las cosas con mayor claridad, no encuentro solución a ninguno de mis problemas. Tardo un buen rato en volver a conciliar el sueño.

En el duermevela del amanecer tengo otro sueño. Ahora estoy en la piscina de la casa de mis padres. Mi padre, desnudo y completamente rígido a causa de su enfermedad, flota en el agua y yo lo empujo con suavidad de un lado a otro como si empujara una colchoneta hinchable -esta es la ridícula imagen que se me vino a la cabeza. Pese a todos sus padecimientos, mi padre parece feliz y agradecido. Luego llegan los invitados, unos perfectos desconocidos que sin más ni más se lanzan alegremente a la piscina con sus trajes de fiesta. Comienzan entonces los juegos: Un hombre que lleva pajarita y gruesas gafas de pasta salpica a una mujer que viste un traje de lentejuelas negro muy escotado; la mujer suelta un gritito y parpadea cuando recibe en plena cara la salpicadura. Otro invitado, un hombre de aspecto severo, arroja chorritos de agua por la boca. Otro chapotea con los brazos y dice cuac, cuac, cuac... Flota en el agua una estola roja de plumas. Risas enloquecidas, humor extravagante, cierto desdén hacia nosotros, mi padre y yo, los anfitriones (a mi madre y a mi hermano no se les ve por ninguna parte, sospecho que se han escondido). Procuro no avergonzarme de la desnudez de mi padre y trato de comportarme entre los invitados con naturalidad, aunque evitando sus bromas. A fin de cuentas, me digo, están en nuestra casa y han de aceptar nuestras costumbres... Mi hijo, de pie junto a mi cama, me despierta dándome golpecitos en el hombro.