domingo, 23 de diciembre de 2012

Últimos atardeceres en la tierra

Por la mañana, mientras trato de partir un coco con el cuchillo de untar la mantequilla, la extraña y en cierto modo maravillosa sensación de que no es la primera vez que trato de partir un coco con el cuchillo de untar la mantequilla. Al mismo tiempo, la certeza absoluta, incontrovertible, de que es la primera vez en mi vida que trato de partir un coco, ya sea a cuchilladas o mediante cualquier otro procedimiento igualmente ineficaz. Para colmo no sabría decir de dónde ha salido este coco ni qué diablos hace en mi casa. Misterios, enigmas indescifrables. La encimera de la cocina se pone perdida de leche de coco. La bayeta amarilla, temor a ser descubierto y reprendido por mi mujer, etc.

Recuerdo haber leído de chico en un tebeo: "Yo pongo un coco sobre el piano y mi mujer lo quita. ¿Quién está más loco de los dos? Fíjese bien: yo lo coloco y mi mujer lo quita." Un pésimo chiste, desde luego. Me paso el resto de la mañana repitiéndome mentalmente: Yo loco-loco, mi mujer loquita,  yo loco-loco, mi mujer loquita... Me pregunto de qué me sirve recordar infinidad de tonterías como esta. Oficina. Papeles. Fastidiosas llamadas telefónicas. Me encierro en el despacho y cuento una y otra vez el dinero que guardo en una vieja caja de puros El Rey del Mundo para cerciorarme de que no falta nada. Esto me tranquiliza. Vagas conjeturas acerca del porvenir y de la vejez.

De nuevo en casa. Hora del almuerzo. De postre hay pedazos de coco. Entre bromas de mal gusto y comentarios sarcásticos proferidos por mi mujer y mi hijo, me como unos quince pedazos. La verdad, no sabía que me gustara tanto el coco.

Tumbado en el sofá, pienso: ¿A qué edad puede uno considerarse viejo? ¿A los sesenta? Demasiado pronto, tal vez. ¿A los setenta? ¿A los setentaicinco? Eso quizá sea demasiado tarde. ¿Cuánto cobraré de pensión? ¿Ochocientos? ¿Setecientos? ¿Sólo seiscientos? Mejor no pensarlo. Mejor no pensar en nada. Las potencias protectoras me envían un sueño benéfico, sin imágenes. Un sueño blanco.

Tarde. Solo en la oficina. Hace un frío polar. He dejado abierta la puerta que da al patio trasero para que corra el aire y el despacho no se impregne de olor a tabaco. Abrigo, bufanda y el cenicero repleto de colillas. Pesadez de estómago. Después de aporrear el teclado durante un par de horas, me sale un texto farragoso, repulsivo y pedante a más no poder. Una verdadera plasta jurídica. Decididamente, hoy no estoy en vena. La dolorosa sospecha de que quizá no lo he estado nunca. Comenzar de nuevo, qué remedio. Pero hoy no. Mañana.

En la caja de puros hay exactamente dos mil trescientos ochenta euros. (Sí, he vuelto a contarlos.)

Carta de mi amigo E, que vive desde hace más de un año en un relamido pueblecito de los Alpes austriacos. La carta es un largo y alambicado insulto. La leo dos, tres veces, sin salir de mi asombro. ¡Pobre amigo mío! Llego a la conclusión de que es una víctima más de, como dijo Thomas Bernhard, "ese clima prealpino, que oprime a todas esas personas dignas de compasión... y con brutalidad increíble produce una y otra vez esos habitantes irritantes y debilitantes y enfermantes y humillantes e insultantes y dotados de una gran vileza y abyección". ¡Que no me diga que no se lo advertí! Por otra parte, no está en absoluto demostrado que un sevillano pueda vivir a doce grados bajo cero, entre montañas nevadas, lagos helados y ancianos dipsómanos disfrazados de tiroleses.

Contestaré la carta. Pero no en caliente. Mañana.

En casa. La cena. Todavía queda algo de coco. Antes de irme a la cama, busco en mis libros el texto de Bernhard que he transcrito más arriba. Desde luego, Bernhard puede llegar a ser deprimente. Me abstengo de seguir leyéndolo. En vez de eso, enciendo la tele y me pongo a ver una película de Charles Bronson. No conozco a nadie que se haya deprimido viendo una película de Charles Bronson. Y si ese alguien existe, no es mi problema.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Hey!

Conque ustedes quieren que yo les hable de Julio Iglesias, de ese Julio Iglesias, el que en 1979 se llamaba Ricardo Zafra y se sentaba solo en el último banco de la clase y allí se pasaba las horas en un limbo, dándose palmaditas en el pecho y soltando de vez en cuando un ¡hey! que resonaba en toda el aula, sonriendo al vacío con esa media sonrisilla que todos ustedes le han visto en las carátulas de los discos y en los carteles, mientras los demás, pobres criaturas, nos dedicábamos a dibujar diagramas de Venn y no sé cuántas gilipolleces más. O sea, que así era Julio Iglesias, igual en el escenario que en el pupitre del colegio, qué más quieren que les diga. Y vaya por delante que conocer a Julio Iglesias, lo que se dice conocerlo, no llegó a conocerlo nadie. Y no es que fuera tímido o que no quisiera juntarse con los demás niños. Era otra cosa. Él estaba en su mundo, hay que entenderlo, tan distinto del nuestro, tan inimaginablemente otro. De Miami al colegio y del colegio a los estudios de grabación. O al Madison Square Garden o adonde se terciara, menudo exitazo tenía entonces Julio Iglesias allá donde fuera, y eso que, según decía mi padre, ni siquiera sabía cantar. ¡Julio! ¡Julio!, gritábamos a coro los niños cuando el Zafra regresaba de una de sus largas giras por Latinoamérica y lo veíamos entrar en el colegio con la mochila al hombro y su pálida cara de alucinado. ¡Cántanos algo, Julio! Y Julio que se hacía el remolón: que no, que tengo que reservar la voz para grabar un disco con la CBS, decía mirando al techo y juntando las palmas de las manos como si fuera a rezar el Jesusito de mi vida. Pero Julio era una estrella y sabía que se debía a su público, a los mocosos de tercero y cuarto de EGB que lo perseguíamos por el patio del recreo hasta arrinconarlo en la fuente al grito de ¡cántanos algo, Julio, cántanos! Y entonces Julio Iglesias, el Zafra, soltaba por fin la mochila y se encaramaba a un banco, nosotros rompíamos a aplaudir como locos y Julio pedía silencio llevándose el índice a los labios, luego cerraba los ojos, en trance, y se ponía una mano abierta en el pecho mientras con la otra agarraba un imaginario micrófono. Y empezaba a cantar:

-Cuenta la leyenda que en un árbol...

Y aquello era el delirio. El delirio, no digo más. No le dejábamos seguir. ¡Aaaah! ¡Julio, Julio, Julio! Y nos lanzábamos sobre él y le dábamos tirones de la camisa, de los pantalones con dobladillo, de los brazos escuálidos, como si quisiéramos hacerlo pedazos y repartirnos allí mismo los despojos. La locura, ya les digo. Y Julio siempre con su sonrisa, impertérrito, sin protestar apenas, en su salsa. Lo bajábamos a empujones del escenario y le dábamos palmadas en la espalda, plas, plas. Con fuerza, con ganas. ¡Qué monstruo eres, Julio! ¡Qué grande! Y él sin perder la sonrisa de ídolo de masas, dejándose hacer. Os quiero, os quiero, decía. ¡Qué grande, coño!

Julio tuvo que repetir cuarto. Es natural, con la vida que llevaba. Le perdí la pista. Sus padres lo quitaron del San Francisco y se lo llevaron a no sé dónde. Bueno, ustedes querían que les hablara de Julio Iglesias y les he dicho todo lo que les podía decir. A lo mejor Raphael, que estaba en sexto, puede contarles más cosas.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Mikrovandalismus

Cumplimos un año más con el ritual de la playa, el chiringuito y demás. Sobre una mesa de un hotel de la costa almeriense quedó el periódico en el que un travieso cuarentón había añadido bigote y flequillo —ambos de innegable inspiración hitleriana— a una fotografía de Angela Merkel, con la débil esperanza de que este acto de microvandalismo (Shenu y sus lectores ya saben de lo que hablo) fuera advertido por alguno de los doscientos mil jubilados arios que se alojaban en el hotel y provocara un microconflicto internacional, al que no habrían de faltarle airadas protestas a la dirección del hotel y exageradas y serviles disculpas por parte de ésta. No pasó nada, que yo sepa. Pero humildemente creo que al cometer este y otros actos de parecida calaña (tal vez los desvelaré en mi memorias) he hecho méritos suficientes para ingresar en la "secreta conjura microvandalista". Aguardo respuesta de quien corresponda.

domingo, 5 de agosto de 2012

Homo faber

Hace más de una semana que no me afeito. Tampoco me peino —simplemente me echo el pelo hacia atrás con los dedos— ni uso calzado de ningún tipo. Mi indumentaria se reduce a una mugrienta camiseta manchada de pintura y un raído bañador igualmente sucio y repugnante. Me paso el día entre escombros, latas de pintura, nubes de polvo, sorteando montañas de expedientes apilados en el suelo a la buena de Dios. Soy feliz porque por las noches me voy a la cama agotado, con la espalda deshecha y sin una sola idea perversa en la cabeza. Me he metido a albañil y a pintor de brocha gorda. Y me gusta.

Cuando me miro al espejo apenas me reconozco. No me desagrada del todo mi nuevo aspecto. Pienso que podría vivir con él indefinidamente. Es el homo faber que llevaba en mi interior y que sólo aguardaba su oportunidad para emerger y hacerse con el mando. Y en cuanto ha emergido —como un salvaje que hubiera estado encerrado durante siglos en el melindroso cuerpo de un burócrata— le ha dado una buena patada en el culo al abogado, vaya que sí. ¡Es fantástico! Cuando mi vista se posa por casualidad en un papel del juzgado, alguna providencia o decreto caído al suelo, pisoteado y cubierto de polvo, cierro los ojos con asco y vuelvo a mis herramientas. Me sorprendo a mí mismo dándoles instrucciones a los peones. Jonathan y Luismi me miran con asombro, asienten o niegan con la cabeza, se consultan el uno al otro, a veces se atreven a discutir conmigo, pero con respeto y cautela. Está claro que reconocen en mí al patrón. Y eso que es notorio que no sé nada de albañilería.

Siento que algo esta pasando. Algo grande y simple a la vez. Martillo, destornillador, escoplo, lijadora, brocha... en mis manos se vuelven objetos útiles y vigorosos. De ninguna manera soy el individuo torpe y manazas que creía ser. Encaramado a la escalera de mano, sudoroso y lleno de determinación, me siento como Dios. O mejor aún: como Charlton Heston pintando la capilla sixtina y lanzándole improperios al papa.

Algún día acabarán las obras del despacho —aunque la cosa se prolonga, se prolonga. Pagaré a los albañiles y me despediré de ellos, virilmente, sin sentimentalismos. Me afeitaré y me peinaré como es debido. Volveré a usar zapatos, camisas, pantalones largos. A redactar demandas y recursos. A recibir a los clientes. Pero el hombre de acción, el hombre puro que nada quiere saber de papeles ni de corbatas y que disfruta dando martillazos en una pared, me ha sido fatalmente revelado.

sábado, 2 de junio de 2012

Corazón Redux

El Revilla nos había dicho que su padre tenía un ojo de cristal y que había sido corredor, corredor de fincas, precisó, lo que no nos aclaró gran cosa, a saber qué diablos era aquello de corredor de fincas. También nos dijo que su padre era muy viejo. Cuando lo conozcáis, nos previno, no penséis que es mi abuelo, mi abuelo murió hace muchos años, yo no llegué a conocerlo, era perito tasador. Llevaba días, el Revilla, previniéndonos de esto y de lo otro, cada vez más nervioso y asustado, tal vez arrepentido y como queriendo dar marcha atrás. Mi casa es grande y oscura, decía para desanimarnos. Bueno y qué, decíamos nosotros, que no nos desanimábamos así como así. Mi madre es maestra. Pues vale, hombre. A mi hermana no le habléis, ni la miréis siquiera, está loca, la pobre, toma pastillas para los nervios. De manera que cuando por fin llegó el día de su cumpleaños y mi hermano y yo y un tal Gómez Vela (del que recuerdo que tenía labio leporino y hablaba como un cómico muy famoso en aquel entonces) llamamos al timbre y el Revilla nos hizo pasar a su casa, yo estaba preparado para aceptar casi cualquier cosa.

La casa era grande, sí, un piso de los antiguos, con despacho a la entrada y habitaciones para el servicio y todo eso, y oscura también, parecía una cueva. Lo primero que nos llamó la atención fueron dos bustos de bronce que había en el recibidor sobre una consola dorada. Somos mi hermana y yo, explicó el Revilla con una vocecita que no le salía del cuerpo. Había que ser muy indulgente o un pésimo fisonomista para admitir que aquel querubín de cabellos ensortijados y nariz respingona representaba al tosco Revilla, pero, por supuesto, no dijimos nada, aunque al día siguiente, en el recreo, nos descojonáramos el Gómez Vela y yo recordando el busto y todo lo demás. Y en cuanto al busto de la hermana... Bueno, el caso es que nunca logramos ver a la hermana del Revilla, lo que se dice nunca, ni aquel día ni ningún otro, y eso que ardíamos en deseos de ver a la loca, así que... ¿qué puedo decir?

Los bustos de los hermanos Revilla, la caja fuerte vista a través de la puerta entreabierta del despacho del padre (ahí no se puede entrar, había dicho el Revilla), un cuadro que representaba un batalla naval en mitad de una aparatosa tormenta, el perchero de astas de ciervo, la bendición de Su Santidad en marco de plata labrada... Son cosas que pueden dar una idea del ambiente, creo. También el papel pintado: un relamido ramillete de flores diez mil veces repetido por todas las paredes de la casa, en la que nos fuimos adentrando precedidos por nuestro anfitrión como quienes se adentran en una gruta o en el castillo de los Cárpatos. La madre del Revilla nos esperaba en el salón sentada en una mecedora. Era una mujer fea, áspera, no muy joven. Parecía muy cansada y al mismo tiempo, tal vez a causa de los rasgos endurecidos de su cara (cara de maestra, pensé al instante), daba la impresión de poseer una energía inagotable. En el salón había una mesa cubierta con un mantel color crema y sobre el mantel una tarta con doce velitas. También había globos, banderines, una bandeja con caramelos. Pero todo eso era triste y daba lástima, no sabría decir por qué. Cuando nos vio entrar en el salón la madre se levantó de un salto de la mecedora y empezó a hacernos preguntas: cómo nos llamábamos, dónde vivíamos, qué notas sacábamos, a qué se dedicaban nuestros padres, etcétera. Tenía una voz hombruna que imponía respeto. Nosotros fuimos respondiendo buenamente a sus preguntas, más o menos cortados. El Revilla parecía más avergonzado que nunca, seguro que al igual que nosotros estaba deseando que su madre se callara y nos dejara en paz de una buena vez. Ahora Antonio apagará las velas, anunció la madre cuando dio por concluido el interrogatorio, luego os serviré la tarta, os la coméis sentaditos, después podréis levantaros y jugar un rato mientras recojo la mesa. Todo se hizo según el plan trazado, faltaría más. La madre encendió las velas, el Revilla sopló, cantamos el cumpleaños feliz, aplaudimos un poco. Luego nos comimos la tarta en silencio, cohibidos, sin levantar la cara del plato, lo único que se oía era el tintineo de las cucharillas y el desagradable ruido que hacía el Gómez Vela al masticar y al sorber el vaso de leche, pobre tipo, con aquel laberinto que tenía por boca.

Mientras la madre recogía la mesa nos pusimos a deambular por el salón sin saber muy bien qué hacer. Un poco de música no nos vendría mal, debió de pensar el Revilla viendo el cariz mortecino que estaba tomando el asunto, se supone que esto es una fiesta y en las fiestas se oye música, podríamos poner el disco, se dijo. Sí, el disco que se había comprado el Revilla en el Lubre (¿se acuerda alguien del Lubre, no Louvre, sino Lubre?) con el dinero que le había dado su padre por su cumpleaños. Yo lo había acompañado y le había ayudado a elegir el disco. Lo escogimos porque nos gustaba mucho la carátula, te podías pasar horas mirándola sin cansarte, había un montón de gente y algunas caras nos sonaban del cine o de la tele, otras no nos decían nada. Por eso lo elegimos, y también porque algo sabíamos, no mucho, la verdad, de los Beatles.

Ponlo bajito, que tu hermana está estudiando, dijo la madre, y desapareció en el pasillo. El Revilla puso el disco. Y era bueno. Era buenísimo, coño. ¿Qué vamos a decir ahora del Sargent Peper´s que no sepamos ya? Estábamos en la gloria escuchando aquella maravilla, yo estaba tan abstraído que tardé en darme cuenta de que el Revilla se había levantado del sofá de skay verde en el que nos habíamos sentado los cuatro y estaba dándole un beso a un viejo con bastón y cubana que no se sabía cómo se había materializado de repente en el salón. Estos son mis amigos, papá, dijo el Revilla. El viejo nos miró de uno en uno con una sonrisilla de viejo sabihondo que me resultó muy desagradable, nunca he soportado a los viejos que creen saberlo todo, saber más que uno de cualquier cosa, por el simple hecho de haber vivido muchos años. Traté de distinguir cuál de los dos ojos era el de cristal, pero la verdad es que no se le notaba nada. De lo que no había duda es de que era el padre más viejo del mundo. El Revilla no había exagerado. Así que tus amigos... bien, bien... ¿Os estáis divirtiendo? ¿Qué es eso que estáis escuchando? Sin esperar la respuesta el viejo se arrastró hasta el tocadiscos, cogió la carátula, arqueó las cejas, sonrió burlonamente. ¿Los Beatles?, dijo. Hace años tuvieron mucho éxito, los Beatles... Y el Cordobés... Luego la gente se olvidó de ellos. Como del Cordobés, que hacía el salto de la rana, una patochada. El viejo levantó la aguja del tocadiscos. ¡Ea, se acabaron los Beatles! En ese momento yo lo habría asesinado y creo que mi hermano y el Gómez Vela e incluso el propio Revilla me habrían ayudado con mucho gusto. Luego el viejo se fue a sus cosas. Y por supuesto, nadie se atrevió a poner otra vez el disco.

Podrá parecer que lo que ahora voy a contar me lo he inventado, pero juro que es cierto, tan cierto como todo lo demás: el padre de Revilla se murió dos meses después. Se murió, así como suena, con toda su sabiduría y todas sus opiniones acerca de la música, el Cordobés y la vida en general. Un día el Revilla llegó al colegio muy serio. Nadie le dijo nada, pero sospechábamos que algo gordo pasaba. En el gimnasio el Revilla empezó a gimotear. El profesor de gimnasia se le acercó y le preguntó qué le pasaba. Es que mi padre se ha muerto, dijo. El profesor puso una cara rara y le acarició la cabeza, me acuerdo muy bien de ese detalle, la mano del Chaparro (sí, el mismo que muchos años después fue entrenador del Betis) acariciando la cabeza de Antonio Revilla. Quédate ahí sentado, le dijo. Hoy no tienes que hacer el test de Cooper.

domingo, 27 de mayo de 2012

Animals versus Tuna

Cómodamente arrellanados en la butaca, mi hijo y yo escuchábamos por cuarta o quinta vez Don't let me be misunderstood, de los Animals, cuando de repente una algarabía de bandurrias, panderetas y voces engoladas vino a turbar sin la menor consideración nuestro arrobamiento.

—¿Qué es eso, papá?

—La tuna, hijo. La tuna que pasa.

Mi hijo saltó de mis rodillas y fue corriendo al balcón. Súbitamente inspirado, gritó con todas sus fuerzas:

—¡A callar, borrachos!

No, no se callaron, siguieron cantando Clavelitos o lo que fuera aquello. Las bandurrias echaban fuego. Eric Burdon se desgañitaba inútilmente en los altavoces. Pero yo estaba... ¿cómo decirlo? Yo estaba totalmente henchido de orgullo paterno. Y espero, oh Señor, que no se me malinterprete.

domingo, 13 de mayo de 2012

Instrucciones para leer El extranjero

En los últimos tiempos sólo literatura canalla: Muerte a crédito, de Céline, relectura de Los siete locos, de Roberto Arlt:

—¿Quién te dio el dinero?
—Un rufián.
—Tenés pocos amigos, pero buenos...

¿Por qué Céline y Arlt? Pues porque me siento canalla y me apetece ensayar la mirada del canalla —esa mirada asqueada e irónica, aunque compasiva en el fondo, tan difícil de imitar para una criaturita como yo. Y porque, en definitiva, hace demasiado calor para la literatura de cuello duro, así que dejémosla para otro momento. Hace demasiado calor para casi cualquier cosa, lo que inevitablemente me lleva a pensar en El extranjero, cuyo tema principal no es el crimen, ni la indiferencia, ni la fatalidad, ni el absurdo existencial, ni cualquier otro que hayan podido señalar los críticos, esa plaga abominable y sentenciosa, sino pura y simplemente el calor.

Le aconsejo leer El extranjero en Sevilla, en el mes de julio, en una azotea. Empiece a leer a las doce del mediodía. No beba, no busque la sombra. Limítese a leer la novela de un tirón. Hacia las cinco o las seis de la tarde habrá acabado. En cualquier caso, ya habrá leído lo suficiente. Luego salga a la calle con un revólver. Sí, un revólver. ¿Qué se había creído? ¿Pensaba que esto no iba en serio? Pasee por la calle revólver en mano y sienta cómo le envuelve el aire caliente y espeso, cómo se le mete en los pulmones y los abrasa, sienta el sol ardiente en la espalda, en la nuca, en el cráneo, las cuchilladas de luz, los mareos, el sudor resbalando por la frente e introduciéndose en los ojos, la ropa adherida al cuerpo. Sienta todo eso, y si no le pega cuatro tiros al primero que le dé las buenas tardes, puede considerarse con toda justicia un héroe de la contención.

Sevilla, qué calor. Como cantaba Silvio: Somos víctimas propicias / de una antigua maldición, / hemos de ganar el pan / con el propio sudor. / Menos mal que aquí en Sevilla / la vida tengo ganada / porque con tanto calor / sudo aunque no haga nada.

domingo, 15 de abril de 2012

Arde, Miguelito

Al parecer Luis Carlos le debía a Miguel más de cuatrocientos euros. Una familiaridad excesiva y el temor a parecer avaro o desconfiado delante de los clientes habían ido engendrando... bla bla bla, bla bla bla, bla bla bla...

Sí, era muy malo. No sé cómo no me di cuenta antes. Con mucho gusto le meto fuego y aquí no ha pasado nada.

Nadie lee a Faulkner

"Mrs. Hait cobró la indemnización en dinero contante y sonante; en el banco permaneció de pie, con un mantón de calicó y el abrigo y el sombrero de su marido -que había sido hallado intacto-, escuchando en silencio mientras el corredor bancario primero, y después el cajero y hasta el propio presidente, Mr. De Spain, intentaba explicarle en qué consisten las acciones, las cuentas de ahorro, o, como último recurso, las cuentas corrientes; Mrs. Hait no se dejó convencer; se guardó el dinero en un saquito de sal, se lo metió debajo de la falda y se fue."

La ciudad. William Faulkner


domingo, 18 de marzo de 2012

Christo en Sevilla


Wrapped Contempt of Herodes



Entrada en el templo (performance)



Un capillita sevillano a Christo: "Aquí ya está to inventao, miarma."

martes, 28 de febrero de 2012

Es amarga la verdad

Una vez el asunto se desmadró por completo y los dos amigos acabaron durmiendo en el calabozo. En la comisaría Tulio quiso hacer valer su condición de noble (había heredado de su padre el título de barón, además de una colección de monedas antiguas que acabó malvendiendo a un pintoresco individuo que se hacía llamar el Cónsul, pero esa es otra historia) para exigir entre hipidos y balbuceos su inmediata liberación así como la de su amigo Luis Carlos, que si bien no tenía título nobiliario alguno, al menos era de buena familia. Pero la policía no se dejó impresionar así como así. Los borrachos suelen inventar toda clase de historias, debieron de pensar los agentes que media hora antes los habían detenido por alteración del orden público y vandalismo; y además ¿dónde está escrito que un barón y su distinguido acompañante no puedan acabar entre rejas como cualquier hijo de vecino? Pasaron, pues, la noche en el calabozo, riendo por lo bajinis, rememorando viejas historias y por último durmiendo la borrachera fraternalmente abrazados bajo la manta que les había proporcionado el carcelero, un hombre de paciencia infinita, según contaron días después en el bar entre copas y más risas. A la mañana siguiente los pusieron a disposición judicial. Luis Carlos, después de declarar que no recordaba nada de lo sucedido —lo cual probablemente era cierto—, tomó la ley de enjuiciamiento criminal que estaba sobre la mesa y desplegando una sonrisa absolutamente cándida le pidió al juez que se la regalara. "Para instruirme de mis derechos", dijo. El juez quedó tan sorprendido que sólo acertó a decirle que no y que si quería instruirse le preguntara a su abogado allí presente. Tulio, por su parte, declaró que un policía había intentado dispararle. Aquello era una exageración, desde luego. La verdad era que el policía se asustó al ver a aquel borracho de casi dos metros de envergadura y ciento veinte kilos de músculo y grasa avanzando hacia él con una señal de tráfico en la mano, e instintivamente se llevó la mano a la culata de la pistola al tiempo que decía: "¡Quieto ahí, grandullón! ¡Ni un paso más, grandullón!" En el momento en que fueron detenidos Tulio y Luis Carlos jugaban a las procesiones, y la señal de tráfico —un juguete en manos de Tulio— hacía las veces de cruz de guía. Luis Carlos se desternillaba de risa rememorando la escena. Por lo visto le hacía mucha gracia la palabra `grandullón´ en boca de un policía acojonado.

En aquellos tiempos Luis Carlos tenía alrededor de cincuenta años y Tulio todavía no había cumplido los treinta. Luis Carlos es una de las personas más inteligentes, seductoras y divertidas que he conocido. El trabajo y las convenciones sociales le repugnan. En la época de la que hablo podía permitirse el lujo de vivir sin preocupaciones materiales gracias a la pensión que le pasaba su octogenario padre. Cuando éste murió, Luis Carlos heredó cierta cantidad de dinero —una suma insignificante si la comparamos con lo que heredaron sus hermanos— y se compró una finca en la sierra, cerca de Aracena. Allí se fue a vivir con dos mujeres, madre e hija, y durante un tiempo se dedicó a practicar el vegetarianismo y el amor libre. Hasta que se aburrió, dejó la finca al cuidado de sus amantes y regresó a la ciudad, solo y sin un duro, pero con la mejor presencia de ánimo.

Tulio fue boxeador profesional hasta que una lesión en el cuello lo apartó definitivamente del cuadrilátero. Tras abandonar el boxeo se vio obligado a ganarse la vida como portero de discoteca. Bebía, se metía en broncas, leía a Pavesse, filosofaba. A veces le acometían accesos de melancolía. Lo recuerdo una noche, en el bar, con la mirada hundida en el tablero de ajedrez —Tulio es un ajedrecista de talento— y diciendo con resignada tristeza: "Pobre, loco y sin gloria". Después fuimos a dar una vuelta por ahí en su coche. Tulio puso en el radiocasete una canción de Paco Ibáñez: Es amarga la verdad. Se sabía la letra de memoria y la cantaba a gritos mientras daba furiosos volantazos a izquierda y derecha.

domingo, 1 de enero de 2012

Nochevieja

Hay testigos que no me dejarán mentir: seis copas de anís Bravío, seis, una detrás de otra, me tomé para festejar el año nuevo. Y ni resaca tengo. A las cinco y media me fui a la cama y me tomé un valium. He oído decir cosas terribles acerca de la combinación de alcohol y valium, pero la verdad es que no sucedió nada -o no recuerdo que sucediera nada. Un cretino tocaba los timbales en el piso de al lado, eso lo recuerdo bien, venga darle a los timbales el muy cabrón. Estuve oyendo timbales hasta que me dormí, ¡la pura jungla! Y en fin, nada más que reseñar. Les dejo, que quiero ver el final de El bueno, el feo y el malo. ¡Qué peliculón, señores!
Feliz año nuevo (lo digo sin sarcasmo).