sábado, 2 de junio de 2012

Corazón Redux

El Revilla nos había dicho que su padre tenía un ojo de cristal y que había sido corredor, corredor de fincas, precisó, lo que no nos aclaró gran cosa, a saber qué diablos era aquello de corredor de fincas. También nos dijo que su padre era muy viejo. Cuando lo conozcáis, nos previno, no penséis que es mi abuelo, mi abuelo murió hace muchos años, yo no llegué a conocerlo, era perito tasador. Llevaba días, el Revilla, previniéndonos de esto y de lo otro, cada vez más nervioso y asustado, tal vez arrepentido y como queriendo dar marcha atrás. Mi casa es grande y oscura, decía para desanimarnos. Bueno y qué, decíamos nosotros, que no nos desanimábamos así como así. Mi madre es maestra. Pues vale, hombre. A mi hermana no le habléis, ni la miréis siquiera, está loca, la pobre, toma pastillas para los nervios. De manera que cuando por fin llegó el día de su cumpleaños y mi hermano y yo y un tal Gómez Vela (del que recuerdo que tenía labio leporino y hablaba como un cómico muy famoso en aquel entonces) llamamos al timbre y el Revilla nos hizo pasar a su casa, yo estaba preparado para aceptar casi cualquier cosa.

La casa era grande, sí, un piso de los antiguos, con despacho a la entrada y habitaciones para el servicio y todo eso, y oscura también, parecía una cueva. Lo primero que nos llamó la atención fueron dos bustos de bronce que había en el recibidor sobre una consola dorada. Somos mi hermana y yo, explicó el Revilla con una vocecita que no le salía del cuerpo. Había que ser muy indulgente o un pésimo fisonomista para admitir que aquel querubín de cabellos ensortijados y nariz respingona representaba al tosco Revilla, pero, por supuesto, no dijimos nada, aunque al día siguiente, en el recreo, nos descojonáramos el Gómez Vela y yo recordando el busto y todo lo demás. Y en cuanto al busto de la hermana... Bueno, el caso es que nunca logramos ver a la hermana del Revilla, lo que se dice nunca, ni aquel día ni ningún otro, y eso que ardíamos en deseos de ver a la loca, así que... ¿qué puedo decir?

Los bustos de los hermanos Revilla, la caja fuerte vista a través de la puerta entreabierta del despacho del padre (ahí no se puede entrar, había dicho el Revilla), un cuadro que representaba un batalla naval en mitad de una aparatosa tormenta, el perchero de astas de ciervo, la bendición de Su Santidad en marco de plata labrada... Son cosas que pueden dar una idea del ambiente, creo. También el papel pintado: un relamido ramillete de flores diez mil veces repetido por todas las paredes de la casa, en la que nos fuimos adentrando precedidos por nuestro anfitrión como quienes se adentran en una gruta o en el castillo de los Cárpatos. La madre del Revilla nos esperaba en el salón sentada en una mecedora. Era una mujer fea, áspera, no muy joven. Parecía muy cansada y al mismo tiempo, tal vez a causa de los rasgos endurecidos de su cara (cara de maestra, pensé al instante), daba la impresión de poseer una energía inagotable. En el salón había una mesa cubierta con un mantel color crema y sobre el mantel una tarta con doce velitas. También había globos, banderines, una bandeja con caramelos. Pero todo eso era triste y daba lástima, no sabría decir por qué. Cuando nos vio entrar en el salón la madre se levantó de un salto de la mecedora y empezó a hacernos preguntas: cómo nos llamábamos, dónde vivíamos, qué notas sacábamos, a qué se dedicaban nuestros padres, etcétera. Tenía una voz hombruna que imponía respeto. Nosotros fuimos respondiendo buenamente a sus preguntas, más o menos cortados. El Revilla parecía más avergonzado que nunca, seguro que al igual que nosotros estaba deseando que su madre se callara y nos dejara en paz de una buena vez. Ahora Antonio apagará las velas, anunció la madre cuando dio por concluido el interrogatorio, luego os serviré la tarta, os la coméis sentaditos, después podréis levantaros y jugar un rato mientras recojo la mesa. Todo se hizo según el plan trazado, faltaría más. La madre encendió las velas, el Revilla sopló, cantamos el cumpleaños feliz, aplaudimos un poco. Luego nos comimos la tarta en silencio, cohibidos, sin levantar la cara del plato, lo único que se oía era el tintineo de las cucharillas y el desagradable ruido que hacía el Gómez Vela al masticar y al sorber el vaso de leche, pobre tipo, con aquel laberinto que tenía por boca.

Mientras la madre recogía la mesa nos pusimos a deambular por el salón sin saber muy bien qué hacer. Un poco de música no nos vendría mal, debió de pensar el Revilla viendo el cariz mortecino que estaba tomando el asunto, se supone que esto es una fiesta y en las fiestas se oye música, podríamos poner el disco, se dijo. Sí, el disco que se había comprado el Revilla en el Lubre (¿se acuerda alguien del Lubre, no Louvre, sino Lubre?) con el dinero que le había dado su padre por su cumpleaños. Yo lo había acompañado y le había ayudado a elegir el disco. Lo escogimos porque nos gustaba mucho la carátula, te podías pasar horas mirándola sin cansarte, había un montón de gente y algunas caras nos sonaban del cine o de la tele, otras no nos decían nada. Por eso lo elegimos, y también porque algo sabíamos, no mucho, la verdad, de los Beatles.

Ponlo bajito, que tu hermana está estudiando, dijo la madre, y desapareció en el pasillo. El Revilla puso el disco. Y era bueno. Era buenísimo, coño. ¿Qué vamos a decir ahora del Sargent Peper´s que no sepamos ya? Estábamos en la gloria escuchando aquella maravilla, yo estaba tan abstraído que tardé en darme cuenta de que el Revilla se había levantado del sofá de skay verde en el que nos habíamos sentado los cuatro y estaba dándole un beso a un viejo con bastón y cubana que no se sabía cómo se había materializado de repente en el salón. Estos son mis amigos, papá, dijo el Revilla. El viejo nos miró de uno en uno con una sonrisilla de viejo sabihondo que me resultó muy desagradable, nunca he soportado a los viejos que creen saberlo todo, saber más que uno de cualquier cosa, por el simple hecho de haber vivido muchos años. Traté de distinguir cuál de los dos ojos era el de cristal, pero la verdad es que no se le notaba nada. De lo que no había duda es de que era el padre más viejo del mundo. El Revilla no había exagerado. Así que tus amigos... bien, bien... ¿Os estáis divirtiendo? ¿Qué es eso que estáis escuchando? Sin esperar la respuesta el viejo se arrastró hasta el tocadiscos, cogió la carátula, arqueó las cejas, sonrió burlonamente. ¿Los Beatles?, dijo. Hace años tuvieron mucho éxito, los Beatles... Y el Cordobés... Luego la gente se olvidó de ellos. Como del Cordobés, que hacía el salto de la rana, una patochada. El viejo levantó la aguja del tocadiscos. ¡Ea, se acabaron los Beatles! En ese momento yo lo habría asesinado y creo que mi hermano y el Gómez Vela e incluso el propio Revilla me habrían ayudado con mucho gusto. Luego el viejo se fue a sus cosas. Y por supuesto, nadie se atrevió a poner otra vez el disco.

Podrá parecer que lo que ahora voy a contar me lo he inventado, pero juro que es cierto, tan cierto como todo lo demás: el padre de Revilla se murió dos meses después. Se murió, así como suena, con toda su sabiduría y todas sus opiniones acerca de la música, el Cordobés y la vida en general. Un día el Revilla llegó al colegio muy serio. Nadie le dijo nada, pero sospechábamos que algo gordo pasaba. En el gimnasio el Revilla empezó a gimotear. El profesor de gimnasia se le acercó y le preguntó qué le pasaba. Es que mi padre se ha muerto, dijo. El profesor puso una cara rara y le acarició la cabeza, me acuerdo muy bien de ese detalle, la mano del Chaparro (sí, el mismo que muchos años después fue entrenador del Betis) acariciando la cabeza de Antonio Revilla. Quédate ahí sentado, le dijo. Hoy no tienes que hacer el test de Cooper.