domingo, 24 de septiembre de 2017

Un cuento de Chéjov

Acaso no seamos otra cosa que personajes de un cuento de Chejov...

Lenta y descolorida va transcurriendo la vida, llena de medias verdades y de medias mentiras. Y aunque tú no lo sepas, aunque te creas dueño de tus horas y de tus deseos, no haces sino cumplir lo que Chéjov te depara. Si al menos fueras un revolucionario, un científico, un artista o un pintor famoso. Pero tu vida es común y ordinaria. Una vida insatisfecha, desperdiciada. ¿A quién podría interesarle? ¿Qué lector resistiría la lectura de una historia tan triste y anodina? Chéjov, no obstante, escribe, sigue escribiéndote, insiste en narrarte. Hace que cada mañana te levantes y vayas a la oficina y que los viernes por la noche te reúnas con los amigos en el bar de Marcelo, donde te obliga a beber y a decir tonterías; te da lecturas (también lees a Chéjov, por qué no) y algún que otro entretenimiento con que pasar el rato. Te ha dado eso que llamas error monstruoso, sin saber que, al nombrarlo así, repites las palabras que ya dijera hace muchos años el bueno de Aliojin. Te provee, en fin, de discretas alegrías y de tu correspondiente ración de disgustos. Nada serio.

Hasta que un mal día -ese día terrible y al mismo tiempo profundamente banal que a todos los personajes de Chéjov nos ha de sobrevenir tarde o temprano- te verás en el espejo de una habitación que no es la tuya y descubrirás que tu cabeza ha encanecido por completo, te verás, sí, muy desmejorado, y acabarás preguntándote, extrañado y lleno de compasión por toda esa pobre gente que apenas ocupa un párrafo en un cuento de diez o doce páginas, lleno de compasión y de ternura por ella y por ti mismo, cómo es posible haber envejecido tanto en los últimos años. Y de repente sientes frío, un frío moscovita, y en el hogar gime la ventisca.

Pensarás que debías de haberlo pensado antes. O, mejor, que no hay que pensar en absoluto.