sábado, 15 de enero de 2011

Dos sueños

En el sueño voy caminando deprisa, como si llegara tarde a una cita, por una concurrida calle del centro que tal vez sea la calle José Gestoso. A pesar de que he escogido con sumo cuidado la ropa que llevo puesta, mi indumentaria no acaba de convencerme: pantalón blanco excesivamente ajustado, chaqueta azul un tanto arrugada y jersey gris anudado a la cintura; por debajo de la corbata marrón asoma otra corbata de color amarillo con motitas azules, bastante raída, que recuerdo haber usado hace años y que por alguna razón impenetrable he vuelto a ponerme esta mañana. De modo que hoy voy a llevar dos corbatas, me digo. ¡Qué despistado soy! Bueno, que así sea. Sin detener la marcha, inclino la cabeza y observo con disgusto que ambas corbatas están sujetas a la camisa con un vulgar alfiler de costura, lo que, dado mi recién descubierto dandismo, me parece de todo punto inaceptable. En estas tropiezo con un muchacho de unos veinte años que está parado en la acera conversando con otros muchachos de su misma edad. Tropiezo con él, lo hago trastabillar, me doy la vuelta y, como es natural, le pido disculpas. Pero el muchacho, en vez de decirme "no es nada", "no se preocupe", o algo parecido, evita mi mirada y sonríe de manera significativa al muchacho que está frente a él, como si quisiera decirle: disculparse es lo menos que puede hacer este idiota. Entonces la rabia se apodera de mí. Me detengo y, tratando de sujetar mi furia -absolutamente injustificada, como no dejo de reconocer aun con todo mi enfado-, le digo: "¿Querías decirme algo? Habla, no te quedes callado. Ibas a decirle algo a ése, no lo niegues. Lo que quieras decirme a mí no se lo digas a otro." El muchacho no me contesta, ni siquiera me mira, continúa sonriendo y mirando al otro de la misma manera burlona y provocativa, aunque con un punto de sorpresa añadido. Entonces mi rabia aumenta hasta hacérseme insoportable. "¡Di lo que tengas que decir! -le suelto, ya fuera de mí-. ¡Vamos, acabemos de una vez con este asunto! No puedo perder toda la mañana contigo..." ¡Ah! ¡Como si yo tuviera algo que hacer! ¡Como si yo fuera a alguna parte!, pienso con fastidio y amargura al mismo tiempo que le doy voces al muchacho. De repente se levanta un viento helado; mis dos corbatas se desprenden y empiezan a agitarse en el aire sin que yo encuentre el modo de sujetarlas. En ese momento me despierto completamente irritado conmigo mismo. Todas mis preocupaciones, las grandes y las pequeñas, empiezan a desfilar ante mí, y por más que le doy vueltas a la cabeza, repitiéndome una y otra vez que por la noche, aunque parezca absurdo, se ven las cosas con mayor claridad, no encuentro solución a ninguno de mis problemas. Tardo un buen rato en volver a conciliar el sueño.

En el duermevela del amanecer tengo otro sueño. Ahora estoy en la piscina de la casa de mis padres. Mi padre, desnudo y completamente rígido a causa de su enfermedad, flota en el agua y yo lo empujo con suavidad de un lado a otro como si empujara una colchoneta hinchable -esta es la ridícula imagen que se me vino a la cabeza. Pese a todos sus padecimientos, mi padre parece feliz y agradecido. Luego llegan los invitados, unos perfectos desconocidos que sin más ni más se lanzan alegremente a la piscina con sus trajes de fiesta. Comienzan entonces los juegos: Un hombre que lleva pajarita y gruesas gafas de pasta salpica a una mujer que viste un traje de lentejuelas negro muy escotado; la mujer suelta un gritito y parpadea cuando recibe en plena cara la salpicadura. Otro invitado, un hombre de aspecto severo, arroja chorritos de agua por la boca. Otro chapotea con los brazos y dice cuac, cuac, cuac... Flota en el agua una estola roja de plumas. Risas enloquecidas, humor extravagante, cierto desdén hacia nosotros, mi padre y yo, los anfitriones (a mi madre y a mi hermano no se les ve por ninguna parte, sospecho que se han escondido). Procuro no avergonzarme de la desnudez de mi padre y trato de comportarme entre los invitados con naturalidad, aunque evitando sus bromas. A fin de cuentas, me digo, están en nuestra casa y han de aceptar nuestras costumbres... Mi hijo, de pie junto a mi cama, me despierta dándome golpecitos en el hombro.

5 comentarios:

ALAGO dijo...

Bien por eses viento helado que se llevó esas horrendas corbatas. Alguas veces aprietan demasiado.
Muy bonito.
Besos

Unknown dijo...

ahh los sueños, reflejo de nuestro subconsciente.
un saludo

Jordi dijo...

Mi fe en Freud es mínima. Atribuiría tus sueños a lo que se está digeriendo en tu estómago en ese momento. Mis sueños felices son futbolísticos. Esos días he cenado pasta. En los malos -cuando ceno, por ejemplo, pulpo- me caigo interminablemente por las escaleras que había en mi colegio.

C. B. dijo...

Para Alago: seré feliz el día en que pueda prenderle fuego a todas mis corbatas (el fuego destruye y trae el olvido, el viento sólo marea y da dolor de cabeza).

Para Demian: o la vigilia como reflejo de lo que soñamos... Es para pensarlo. Pero no me tomes demasiado en serio.

Para Jordi: En parte estoy de acuerdo contigo; cuando ceno queso, invariablemente tengo pesadillas. No he probado aún a atracarme de pulpo antes de irme a la cama, pero prometo hacer la experiencia. Ya te contaré.

Anónimo dijo...

Por si no te habías dado cuenta, el primer sueño es buñueliano y el segundo felliniano. De nada.