sábado, 5 de noviembre de 2016

Cómo contar la guerra de Cuba en una página y media

De la novela Mala hierba, de Pío Baroja:

Habló de la vida en la isla, una vida horrible, siempre marchando y marchando, descalzos, con las piernas hundidas en las tierras pantanosas y el aire lleno de mosquitos que levantaban ronchas. Recordaba el teatrucho de un pueblo convertido en hospital, con el escenario lleno de heridos y de enfermos. No se podía descansar del todo nunca. Los oficiales del ejército, antes de fantásticas batallas –porque los cubanos corrían siempre como liebres–, disputándose las propuestas para cruces, y los soldados burlándose de las batallas y de las cruces y del valor de sus jefes. Luego, la guerra de exterminio decretada por Weyler, los ingenios ardiendo, las lomas verdes que quedaban sin una mata en un momento, la caña que estallaba, y en los poblados, la gente famélica, las mujeres y los chicos que gritaban: "¡Don Teniente, don Sargento, que tenemos hambre!". Además de esto, los fusilamientos, el machetearse unos a otros con una crueldad fría. Entre generales y oficiales, odios y rivalidades; y mientras tanto, los soldados, indiferentes, sin contestar apenas al tiroteo de los enemigos, con el mismo cariño por la vida que se puede tener por una alpargata vieja. Algunos decían: "Mi capitán, yo me quedo aquí"; y se les quitaba el fusil y se seguía adelante. Y después de todo esto, la vuelta a España, casi más triste aún; todo el barco lleno de hombres vestidos de rayadillo; un barco cargado de esqueletos; todos los días, cinco, seis, siete que expiraban y se les tiraba al agua.
–Y al llegar a Barcelona, ¡moler, qué desencanto! –terminó diciendo–. Uno que espera algún recibimiento por haber servido a la patria y encontrar cariño. ¿Eh? Pues nada. ¡Dios!, todo el mundo le veía a uno pasar sin hacerle caso. Desembarcamos en el puerto como si fuéramos fardos de algodón; uno se decía en el barco: "Me van a marear a preguntas cuando llegue a España." Nada. Ya no le interesaba a nadie lo que había pasado en la manigua... ¡Ande usted a defender a la patria! ¡Que la defienda el nuncio! Para morirse de hambre y de frío, y luego que le digan a uno: "Si hubieras tenido riñones no se habría perdido la isla." Es también demasiado amolar esto...

domingo, 23 de octubre de 2016

Galería

1. Presume de buena educación, de crianza, y sin embargo es la mujer más chismosa, estridente y ordinaria que he conocido en mi vida. El contraste entre sus pretensiones y la evidente realidad es tan brutal que uno se pregunta cómo es posible que se crea capaz engañar a alguien. Posee una auténtica lengua viperina e inagotables reservas de veneno, y puedes tener la seguridad de que tan pronto como le des la espalda te despellejará vivo. Entonces oírla y callar, oír cómo vitupera a un conocido común y asentir en silencio para no dar pie a más murmuraciones. Aunque no siempre, ¡ay!, consigue uno mantener la boca cerrada. ¡Es tan fácil caer en el chismorreo! Lleva la cara embadurnada de maquillaje y un vestido excesivo en todos los sentidos.

2. Su marido es exactamente la versión masculina de sí misma. Son tal para cual. Juntos forman una pareja verdaderamente repulsiva. Toda cautela es poca con estos dos alacranes.

3. Sigue siendo un hombre amable y cortés, con un punto de amargura que los años han acentuado y que intenta disimular con grandes risotadas que no siempre vienen a cuento. No obstante su amabilidad, sus indiscutibles buenos modales, aprovechará cualquier oportunidad que se le presente para tratar de dejarte en evidencia o para hacerte una broma no del todo bien intencionada o para recordarte pasados agravios, ya sean verdaderos o imaginarios. Frágil y rencoroso, aunque esto último no lo demuestre a las claras. Un solitario que se te colgará del brazo a poco que te descuides. Fácilmente puedes caer en la tentación de apiadarte de él, y en ese caso estarás perdido. En su favor hay que decir que a veces -cuando, por ejemplo, salimos a la calle a echar un cigarrillo- me habla con sencillez y franqueza, sin ocultar su debilidad.

4. El ausente, de quien el marido de Lengua Viperina dice a mis espaldas (más tarde me vinieron con el chisme) que no ha asistido a la reunión porque yo estoy allí. Me cuesta creerlo, pero no es del todo imposible.

5. Ha ensanchado, envejecido. Ya no es la niña guapa y estilosa que conocí cuando ambos teníamos dieciocho años, de manera que tengo que realizar un verdadero esfuerzo para extraer de su rostro actual el rostro que he guardado en mi memoria durante nada menos que treinta años. Es la única persona de la reunión con la que me siento realmente a gusto. Lo cual me produce cierta extrañeza, pues, que yo recuerde, en el colegio nunca crucé con ella más de dos palabras por culpa de mi timidez. Sí, es rara esta espontánea simpatía mutua. Aunque quizá esté yo equivocado y todo sea un juego de máscaras. Agradable conversación, no obstante mis sospechas de que estamos representando una farsa. Viste ropas oscuras.

6. Justamente la cara y los ademanes que uno espera encontrar en un viejo tabernero resabiado. Entre él y yo un abismo que ninguno de los dos quiere ni quiso nunca saltar. Hacemos bien.

7. Tiene plena conciencia de ser un hombre atractivo (lo es) y expansivo (lo es). Me ha recibido con más cordialidad de la que me cabía esperar. Cierto es que su arrogancia, su chulería innata, que tanto me repelían cuando éramos compañeros de clase, están algo mitigadas por las imprescindibles normas de urbanidad que es necesario guardar cuando ya no se es un niño. Pero basta con que la atmósfera se distienda un poco después de algunas cervezas y de un rato de conversación para que la máscara comience a resquebrajarse y a dejar entrever entre las grietas su verdadera cara de jactancioso donjuán. En tiempos fue novio de la número 5. Y con esto creo haber dicho mucho.

8 y 9. Dos perfectos desconocidos. Aunque la cara del 9 me suena bastante. Encarna a la perfección el arquetipo del rancio sevillano, dicho sea cariñosamente.

10. Alguien a quien conozco tanto que me da pereza decir algo acerca de él.

11. Yo: al principio nervioso, torpe, algo envarado, luego más tranquilo, luchando íntimamente contra mi timidez, lo que me provoca un ataque de mordaz locuacidad del que más tarde me arrepentiré amargamente, sin saber muy bien cómo me he dejado convencer para acudir a esta reunión de antiguos compañeros del colegio. Sin saber si en verdad me alegro de todo esto, como no dejo de manifestar una y otra vez. Sin ninguna pretensión, desde luego. No muy seguro de haber comprendido qué ha pasado en realidad. De ahí tal vez la necesidad de estas notas.

lunes, 8 de agosto de 2016

Viva México, cabrones

A México nos vamos en estos días de canícula y sofá y tiempo de sobra para aburrirnos como nopal en el desierto. Al México que aquí me invento (México sin salir de casa, sin salir del iPad podría decirse) se entra por la puerta grande de Juan Rulfo. Rulfo es infinito, aunque paradójicamente toda su literatura quepa en un par de tardes bien aprovechadas. Y luego luego de Rulfo (inclúyanse of course sus fotografías), recorrer despacito el largo camino de las películas de María Félix y de Dolores del Río y también, por qué no, las abominables aunque extrañamente seductoras películas de luchadores: Santo y Mantequilla Nápoles en La venganza de la Llorona y Lorena Velázquez y Elizabeth Campbell en Las luchadoras contra la momia o en Las lobas del ring. Qué guapa Lorena y  qué bien luchaba. Todas en YouTube. Y entreveradas, la novela Mantra del argentino Rodrigo Fresán, que ando leyendo, y las novelas del chileno Roberto Bolaño, que ya leí y que algun día volveré a leer. Y en mi (mala) memoria, las novelas La muerte de Artemio Cruz y La región más transparente del, este sí, mexicano Carlos Fuentes. Y si hay tiempo, revisitar las películas Los olvidados y Él de Luis Buñuel y El tesoro de Sierra Madre de John Huston, sin olvidar las películas que Sam Peckinpah rodó en México. Y descubrir por casualidad la película Macario con su poderosa imaginería (vean mis conciudadanos el comienzo de la película y díganme a qué les recuerda... Claro, la Canina, pero también Valdés Leal y sus postrimerías, dense una vueltecita por la iglesia de La Caridad y miren ese esqueleto mitrado, mírenlo bien e imagínenselo encaramado a un paso y entrando en La Campana. Glorioso). Y la película aquella de Eisenstein que quedó inconclusa pero que nos dejó vigorosos fotogramas, todos muy mexicanos y al mismo tiempo muy Eisenstein.

Ítem más: el tequila que bebíamos a tumba abierta cuando éramos más jóvenes, las calaveras de azúcar que nunca probamos, las cananas terciadas y el sombrero charro de nuestra infancia. Y el calor. La calor. Del calor, de la calor, poco es lo que México puede enseñarme, la verdad.

Supongo que todo esto tiene tanto que ver con México como el flamenco, las corridas de toros y la paella tienen que ver con España. Pero hay que disculparme, mis recursos son escasos y mi erudición muy pobre. 

jueves, 24 de marzo de 2016

Diálogo socrático

El borracho al tabernero:
-Compadre, écheme usted una copita de vino dulce y apúntemela en mi cuenta.
-No queda.
-¡Ole ese arte!

(Atribuido a Juan de Mairena.)

domingo, 20 de marzo de 2016

Cuestión de carácter

De mi compadre Poncio Pilatos: el extrañamiento, el hastío, el miedo al fanatismo. Y por encima de todo, unas ganas locas de regresar a Roma.

domingo, 17 de enero de 2016

Apuntes romanos

1. Finalmente Tulio ha regresado de su exilio francés al cabo de seis meses de ausencia. Luce ahora un bonito corte de pelo con raya al lado y unas modernas gafas de pasta. Corte de pelo y gafas me hacen pensar que ha debido de conseguir dinero en alguna parte. Nos hemos citado en el bar de siempre, y nada más saludarme me ha hecho saber que ha alquilado una casa en cierto pueblo de la sierra en donde quiere establecerse para siempre –o sea, hasta que se harte–. Por de pronto, ocupa su tiempo dando clases de ajedrez a unos muchachos del pueblo y leyendo. (De los gustos literarios de Tulio: alterna la literatura apocalíptica con la novela cursi; es capaz de derramar lágrimas con María y de alcanzar el paroxismo con el Inferno de Strindberg, libro que en mala hora le presté hace años.) Después de conversar por espacio de una hora, Tulio se ha despedido de mí con una frase que me ha resultado un tanto chocante: "Parece mentira que todavía no me conozcas".

2. Ajedrez insectil. Sustituir las torres por escarabajos, los caballos por saltamontes y los alfiles por gusanos de seda (¿gusanos de seda?). La dama será una mantis religiosa y el rey una mariposa emperador. Los peones serán, naturalmente, hormigas guerreras. Imaginar todo esto me cansa y me repugna, pero no puedo evitarlo.

3. Obligado a visitar la exposición de pintura de un conocido mío al que temí desairar si no correspondía a su amable –o, según se mire, insidiosa– invitación. Los cuadros eran malos sin discusión posible, lo cual no constituía obstáculo alguno para que el pintor se deshiciera en elogios hacia su propia obra. Nos deteníamos delante de un cuadro y el tipo me decía: "Aquí he usado la técnica de tal o cual acuarelista, verdaderamente difícil de lograr"; o bien: "Me disgustaría mucho desprenderme de este óleo, trabajé en él durante semanas"; y también: "Estaba obsesionado por captar esa luz tan especial que refleja el agua del río a cierta hora de la tarde. Puede decirse que lo he conseguido, ¿no te parece?". Yo me sentía mal, avergonzado, incómodo. A duras penas podía
contener mi sarcasmo, que tantos disgustos me ha proporcionado a lo largo de mi vida. Así que me limitaba a asentir con la cabeza y a expresar mi forzada admiración con cautela, procurando no caer en la adulación, no fuera a ser que el artista se oliera algo (quienes dan tanta importancia a lo que hacen suelen ser muy suspicaces) y se ofendiera. Al pie de cada cuadro había un cartelito con una cifra. Los precios me parecieron aún más escandalosos que las pinturas. Mientras miraba los precios y oía perorar a mi conocido, yo me decía para mis adentros: "Si yo hubiera pintado este cuadro, lo habría tirado inmediatamente a la basura; sin embargo, este pobre hombre cree que ha creado una obra maestra y se complace en mostrársela al mundo. Luego, el mundo, o sea, la docena de conocidos que hemos venido aquí de puro compromiso, no sabrá ver su genialidad y él se sentirá incomprendido y humillado." Un panorama deprimente. No obstante, me quedé todavía un buen rato en la sala de exposiciones; alabé un cuadrito, el que me pareció el menos malo de todos, bebí la copa de vino que me ofreció el pintor y charlé con un par de conocidos a los que no veía desde hacía mucho tiempo. Pero sin ganas y deseando largarme de allí.

4.  Cuando al fin me decidí a marcharme de la exposición, se ofreció a acompañarme un tal de la Prida, un tipo al que conozco desde hace muchos años y con el que nunca he podido congeniar, no sé bien por qué, tal vez porque es un hombre triste y tímido que solo dice cosas aburridas. Salimos juntos a la calle y comenzamos a caminar en silencio. Ya había anochecido, lloviznaba y ninguno de los dos llevaba paraguas. Al llegar a la plaza del Museo recordé que mi acompañante era aficionado a pintar, y con un deje de malicia que no supe reprimir le pregunté:
–¿Qué te han parecido los cuadros?
–Bueno... Ángel ha mejorado mucho. Le pone empeño. Se nota que ha estudiado.
Me fastidiaba que no se atreviera a decirme sencillamente lo que pensaba, lo que pensábamos los dos: que aquellos cuadros no valían nada y que el tal Ángel haría mejor dedicándose a otra cosa. Al mismo tiempo era consciente de que tampoco yo me atrevía a decir lo que para todo el mundo debía de ser una verdad evidente, y eso también me fastidiaba.
–Sigues pintando tú, ¿no? –le dije.
–Sí. Pero es difícil vivir de la pintura.
"Aquí todo el mundo se cree un artista", pensé. Era muy posible que de la Prida sintiera celos de Ángel; al fin y al cabo, no se sabe cómo, había logrado montar una exposición.
Llegamos a la plaza del Duque y allí nos despedimos con un húmedo apretón de manos.

5. Anoche soñé que jugaba al ajedrez. El tablero estaba partido por la mitad y yo me veía obligado a sostener en el aire una de las dos mitades mientras mi adversario pensaba su jugada. Las piezas eran figuras grotescas, delirantes.
Como no lograba hacerme una idea de la posición, llegué a la conclusión de que estaba perdido y de que no merecía la pena continuar la partida. Antes de rendirme, sin embargo, quería ver qué jugada hacía mi rival. Tenía los brazos terriblemente cansados y me sentía a punto de desfallecer. Entonces, inesperadamente, mi adversario levantó la vista de su mitad del tablero y me ofreció tablas.
No recuerdo haber tenido en mucho tiempo un sueño tan agradable.