domingo, 12 de abril de 2015

Sevilla me mata

Soy sevillano y no. O sea, que nací en Sevilla y en Sevilla sigo y de Sevilla no me voy, aquí tengo mi infancia y mi casa y no me dejo arrebatar ni una cosa ni la otra. Pero (aquí llega el «pero») nunca he hecho lo que se supone que hacemos los sevillanos, ni me gusta lo que se supone que nos gusta a los sevillanos, ni creo que Sevilla sea el ombligo del mundo, como cree la mayoría de los sevillanos; en definitiva, no doy ni quiero ni puedo dar, por más que lo intentara, el tipo de sevillano. Así, nunca me he puesto un capirote de nazareno, pongamos por caso, ni me ha dado por aprender a bailar sevillanas, ni soy gracioso ni les río las gracias a los graciosos, que en Sevilla no son tantos como por ahí se cree, pero haberlos los hay y se hacen notar mucho, muchísimo, sobre todo cuando les plantan delante de las narices una cámara de televisión. La Semana Santa -con toda su infinita parafernalia, que tanto agrada, ciertamente, a mis conciudadanos- me cansa lo indecible, y la Feria de Abril, la atronadora y extenuante Feria de Abril, sencillamente me anula. (A la feria voy, aunque sea a rastras: uno siempre acaba cediendo. Pero al Rocío no, al Rocío no voy aunque me apunten con una pistola. Que quede bien claro.)

Quiero confesarme y decirlo todo de una buena vez: No tengo gracia ni arte, no sé contar chistes (ni siquiera sé reír un chiste), no entiendo de vírgenes ni de cristos, no me emociono escuchando Amargura y me repugnan los ripios de Rodríguez Buzón y los ripios de los imitadores del tal Rodríguez Buzón, que en mi tierra son legión, prefiero la Voll-Damm a la Cruzcampo y, repito, no sé bailar sevillanas. Más aún, es oír unas sevillanas y ponerme malo. Y en cuanto al cante hondo, el flamenco... Qué mal rollo me da el flamenco. Y si hablamos de los flamencos y de las flamencas, ni te cuento.

Soy, en resumidas cuentas, un tío esaborío y un perfecto malaje. Que también es un modo de ser sevillano. Porque sevillano soy, eso nadie se atreverá discutírmelo. Uno de esos sevillanos que de vez en cuando tienen que aguantar a ese desconocido -siempre el mismo, aunque se aparece bajo distintas formas, como el maligno-, tan gracioso él y tan de sevillanas maneras, que en una reunión cualquiera y en un momento dado te mira de arriba abajo y de abajo arriba y entonces va y te suelta:

-¿Usted no es de aquí, no?

Pues sí y no, mire usted.

(Aquí no he resistido la tentación de parodiar a Antonio Burgos. Pido perdón a las almas sensibles.)

«Sevilla me mata» fue el premonitorio título que Roberto Bolaño le puso a su última conferencia, leída en Sevilla pocos días antes de morir. De ella extraigo, para mi exclusivo solaz, unas líneas:
«Espero que a nadie se le ocurra desafiarme a pelear. No puedo hacerlo por prescripción médica. De hecho, cuando acabe esta conferencia pienso encerrarme en mi habitación a ver películas pornográficas.¿Que quieren que vaya a visitar la Cartuja? Ni de chiste. ¿Que quieren que vaya a un tablado flamenco? Se equivocaron, una vez más, conmigo. Yo solo voy a un rodeo mexicano o chileno o argentino. Y una vez allí, entre el olor a bosta fresca y copihues, procedo a quedarme dormido y a soñar».
Dormir y soñar es lo que más me gusta hacer en Sevilla. Y en cualquier parte.