Quiero confesarme y decirlo todo de una buena vez: No tengo gracia ni arte, no sé contar chistes (ni siquiera sé reír un chiste), no entiendo de vírgenes ni de cristos, no me emociono escuchando Amargura y me repugnan los ripios de Rodríguez Buzón y los ripios de los imitadores del tal Rodríguez Buzón, que en mi tierra son legión, prefiero la Voll-Damm a la Cruzcampo y, repito, no sé bailar sevillanas. Más aún, es oír unas sevillanas y ponerme malo. Y en cuanto al cante hondo, el flamenco... Qué mal rollo me da el flamenco. Y si hablamos de los flamencos y de las flamencas, ni te cuento.
Soy, en resumidas cuentas, un tío esaborío y un perfecto malaje. Que también es un modo de ser sevillano. Porque sevillano soy, eso nadie se atreverá discutírmelo. Uno de esos sevillanos que de vez en cuando tienen que aguantar a ese desconocido -siempre el mismo, aunque se aparece bajo distintas formas, como el maligno-, tan gracioso él y tan de sevillanas maneras, que en una reunión cualquiera y en un momento dado te mira de arriba abajo y de abajo arriba y entonces va y te suelta:
-¿Usted no es de aquí, no?
Pues sí y no, mire usted.
(Aquí no he resistido la tentación de parodiar a Antonio Burgos. Pido perdón a las almas sensibles.)
«Sevilla me mata» fue el premonitorio título que Roberto Bolaño le puso a su última conferencia, leída en Sevilla pocos días antes de morir. De ella extraigo, para mi exclusivo solaz, unas líneas:
«Espero que a nadie se le ocurra desafiarme a pelear. No puedo hacerlo por prescripción médica. De hecho, cuando acabe esta conferencia pienso encerrarme en mi habitación a ver películas pornográficas.¿Que quieren que vaya a visitar la Cartuja? Ni de chiste. ¿Que quieren que vaya a un tablado flamenco? Se equivocaron, una vez más, conmigo. Yo solo voy a un rodeo mexicano o chileno o argentino. Y una vez allí, entre el olor a bosta fresca y copihues, procedo a quedarme dormido y a soñar».Dormir y soñar es lo que más me gusta hacer en Sevilla. Y en cualquier parte.