viernes, 2 de septiembre de 2011

Verano

A principios de agosto intenté dejar de fumar, pero bastó con que me dejaran a solas con un White Label y un paquete de tabaco al alcance de la mano para que se fueran al traste todos mis buenos propósitos. Una semana de abstinencia (espero que mis pulmones sepan agradecérmelo) y una moderada sensación de fracaso fueron el resultado del experimento.

Anoto mis últimas lecturas: Verano, Foe y Tierras de poniente, de J. M. Coetzee, Chet Baker piensa en su arte, de Vila-Matas, Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño, Relatos de un peregrino ruso, obra anónima. Libros que leí en casa, en el hospital, en casa de mis padres, en el despacho... Mientras tanto, mi mujer y mi hijo se rebozaban en arena y, me consta, apenas leían.

"Sevilla en agosto: Baden-Baden." (Especie de greguería oída hace años a no recuerdo quién y que en ocasiones encuentro muy acertada.)

Mi amigo Enrique emigra a un pueblecito de Austria. No sabe hablar alemán, apenas tiene dinero, es feliz. Siento una alegría salvaje (no se me ocurre una adjetivo más adecuado) al comprobar en cabeza ajena que la fuga es algo más que una mera posibilidad abstracta.

Empieza a llover y la familia corre a refugiarse debajo del toldo de la pastelería. Bajo el toldo azotado por el viento, entre ráfagas de lluvia, abuela, hijos, yerno y nietos comen pasteles y charlan como si nada. Le comento a mi cuñado que la escena parece sacada de una película de Fellini y él se muestra de acuerdo conmigo (lacónicamente).

En resumen: mi madre está intratable.