sábado, 27 de junio de 2020

Informe para una academia

Vuelven las idas y venidas a Santamaría Sur, de donde casi siempre regreso con algo jugoso que poner en el plato, quiero decir, en la cuenta corriente. Idas y venidas, coche o tren, la asfixiante y quizá inútil mascarilla antimuerte que solo me quito cuando estoy en la oficina. Me han adjudicado allí un despacho; por el momento, no me he atrevido a añadir ningún objeto personal a la parca colección de artículos de escritorio que alguien -un benefactor no identificado- ha dispuesto meticulosamente sobre la mesa. Todo está limpio. Todo es agradable. Creo que gozo de cierta consideración. Ya era hora.

Los casos: blanqueo de capitales / delito contra los trabajadores / concurso de acreedores / ítem más, algunas minucias poco o nada remuneradas que no hay más remedio que aceptar porque se trata de clientes importantes del Jefe o de favores particulares. Nada nuevo bajo el sol.

Vamos trabajando. Soy modesto y resolutivo. Llevo los asuntos al día. Soy simpático, educado, obsecuente. Me daría a mí mismo un beso si pudiera.

 El despacho de Sevilla hierve.

Duermo mal. Me dan las tantas escuchando en YouTube conferencias de Antonio Piñero. A veces tengo pesadillas de las que despierto dando un salto en la cama.

La otra noche me dormí escuchando una conferencia de Borges. Soñé que era su discípulo. Borges caminaba aferrado del brazo de María Kodama y los discípulos los rodeábamos. Borges disertaba acerca de la pesadilla. Decía: “Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare, que significa para nosotros la yegua de la noche.” Mientras Borges, el ciego, hablaba (su voz era la voz que yo escuchaba por los auriculares), los discípulos se entregaban a toda suerte de burlas y gestos obscenos. Excepto yo. Me quedé escandalizado.

Fumo. Me duele la espalda. Debería de perder algo de peso. Debería de caminar un poco al menos. Siento que voy haciéndome viejo y eso me disgusta. Increíblemente, tengo cincuentaidós tacos. Todos mis sueños y pesadillas me devuelven a esa incredulidad.

viernes, 5 de junio de 2020

El doble de Bobby Fischer (IV)

Pagué la cuenta y salimos a la calle. Luis Carlos se tambaleaba un poco. No habíamos bebido tanto, así que supuse que serían cosas de la edad. Dimos unos pasos en dirección a la calle José Gestoso y cuando llegamos a lo que alguna vez fue El Pavo Real, galerías comerciales, y hoy es no sé qué cosa moderna, Luis Carlos se detuvo en seco. Estuvo un rato mirándose las puntas de los zapatos -unos Castellano color corinto que me parecieron muy pijos-, cavilando o haciendo como que cavilaba. Luego arqueó las cejas, sonrió levísima, enigmáticamente, e inspiró haciendo mucho ruido... ¡Qué comediante!, pensé. Finalmente levantó la cara y me dijo: El otro día me miré al espejo... ¿y a quién crees que vi? A tu padre, le respondí sin dudarlo un segundo ("a Bobby Fischer", debería haberle dicho para ser consecuente con esta historia; pero entonces, o sea, ayer, o sea, cuando fuera, no tenía la menor idea de que algún día la escribiría). Luis Carlos asintió con la cabeza. Mi padre, sí, el muy hijo de puta... allí estaba, mirándome con cara de pasmado. Qué viejo estás, papá, pensé. Estuvimos un buen rato mirándonos a los ojos. Entonces, por decir algo, fui y le dije: Padre, yo te perdono. ¡Te perdono! Era tan sencillo como eso. Fue como si me quitara de encima una tonelada de mierda.

Y en fin... Me despedí de Luis Carlos allí mismo, frente al viejo rótulo del Pavo Real, un antiguo azulejo que los nuevos propietarios del inmueble se han visto obligados a indultar porque, supongo, así lo mandan las ordenanzas municipales. Le dije adiós, o hasta pronto, o cuídate. No lo recuerdo. Algo le dije y me fui a casa caminando despacito mientras me fumaba, casi sin ganas, el último cigarrillo del día.

Nos acercamos al final, y ya es hora de que se sepa que lo que aquí me cuento no ocurrió anoche, sino, no sé, hace tres o cuatro años por lo menos. Incluso puede que hayan transcurrido cinco o seis o siete años, vaya uno a saber, el tiempo pasa tan deprisa... No volví a ver a mi amigo. Luis Carlos murió hace... ¿un año, dos años? Me lo dijo Tulio en la misma barra de bar en la que Luis Carlos me había contado un buen pedazo de su vida para que yo, mucho, mucho tiempo después, me entretuviera escribiendo su historia (inventando un poco, rellenando algunos huecos y abriendo otros tantos). Y eso es lo que he hecho en estos días tontos de pandemia y confinamiento que, según dicen -aunque yo, escéptico por naturaleza, no acabo de creerlo-, cambiarán el mundo. Hecho está, y ya no hay vuelta atrás.

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