Pagué la cuenta y salimos a la calle. Luis Carlos se tambaleaba un poco. No habíamos bebido tanto, así que supuse que serían cosas de la edad. Dimos unos pasos en dirección a la calle José Gestoso y cuando llegamos a lo que alguna vez fue El Pavo Real, galerías comerciales, y hoy es no sé qué cosa moderna, Luis Carlos se detuvo en seco. Estuvo un rato mirándose las puntas de los zapatos -unos Castellano color corinto que me parecieron muy pijos-, cavilando o haciendo como que cavilaba. Luego arqueó las cejas, sonrió levísima, enigmáticamente, e inspiró haciendo mucho ruido... ¡Qué comediante!, pensé. Finalmente levantó la cara y me dijo: El otro día me miré al espejo... ¿y a quién crees que vi? A tu padre, le respondí sin dudarlo un segundo ("a Bobby Fischer", debería haberle dicho para ser consecuente con esta historia; pero entonces, o sea, ayer, o sea, cuando fuera, no tenía la menor idea de que algún día la escribiría). Luis Carlos asintió con la cabeza. Mi padre, sí, el muy hijo de puta... allí estaba, mirándome con cara de pasmado. Qué viejo estás, papá, pensé. Estuvimos un buen rato mirándonos a los ojos. Entonces, por decir algo, fui y le dije: Padre, yo te perdono. ¡Te perdono! Era tan sencillo como eso. Fue como si me quitara de encima una tonelada de mierda.
Y en fin... Me despedí de Luis Carlos allí mismo, frente al viejo rótulo del Pavo Real, un antiguo azulejo que los nuevos propietarios del inmueble se han visto obligados a indultar porque, supongo, así lo mandan las ordenanzas municipales. Le dije adiós, o hasta pronto, o cuídate. No lo recuerdo. Algo le dije y me fui a casa caminando despacito mientras me fumaba, casi sin ganas, el último cigarrillo del día.
Nos acercamos al final, y ya es hora de que se sepa que lo que aquí me cuento no ocurrió anoche, sino, no sé, hace tres o cuatro años por lo menos. Incluso puede que hayan transcurrido cinco o seis o siete años, vaya uno a saber, el tiempo pasa tan deprisa... No volví a ver a mi amigo. Luis Carlos murió hace... ¿un año, dos años? Me lo dijo Tulio en la misma barra de bar en la que Luis Carlos me había contado un buen pedazo de su vida para que yo, mucho, mucho tiempo después, me entretuviera escribiendo su historia (inventando un poco, rellenando algunos huecos y abriendo otros tantos). Y eso es lo que he hecho en estos días tontos de pandemia y confinamiento que, según dicen -aunque yo, escéptico por naturaleza, no acabo de creerlo-, cambiarán el mundo. Hecho está, y ya no hay vuelta atrás.
* * *
No hay comentarios:
Publicar un comentario