Cuando le llegan los días malos, Luis Carlos se encierra en sí mismo y no suelta una palabra como no sea para maldecir su suerte o para injuriar al primero que se le cruce por delante. Si por cualquier motivo te acercas a él en uno de esos días, te fulminará con la mirada y te mandará mudar a otra parte. Eso si le caes bien. Si no le caes bien puede ponerte de cabrón para arriba en un instante, sin importarle quién seas y sin pararse a averiguar tus intenciones, que no necesariamente tienen que ser malas. Lo recuerdo en el Dueñas, hace años de esto, soltando sin venir a cuento un aluvión de insultos y de increíbles obscenidades sobre el pobre de la Prida, cuyo único delito había sido sonreírle e invitarlo a una cerveza para tratar de levantarle el ánimo. Días después le pregunté por qué había tratado de aquella manera a de la Prida, un tipo que nunca se metía con nadie y que a nadie hacía daño, y me contestó que precisamente por eso lo había tratado así. ¡Porque es un pusilánime!, dijo a modo de conclusión. Así que cuando Luis Carlos está de malas lo mejor que puedes hacer es dejarlo en paz y esperar a que se le pase; tarde o temprano volverá a ser el simpático histrión que todos conocemos y que sabe hacerse querer por sus amigos. Anoche estaba en uno de sus mejores días, o al menos en una de sus mejores horas, y me dije que debía aprovecharlo, aprovecharlo bien, porque nunca se sabe... Todavía no había divorcio en España, siguió contándome, pero mi mujer y yo llegamos a una especie de apaño, un arreglito decente como se decía entonces. Para ella la casa y la niña y lo poco o mucho que hubiera logrado sisarme en los tres o cuatro años que habíamos vivido juntos, y para mí la felicidad de no tener que volver a verla. No es que yo no la quisiera. No era exactamente eso. Pero me quería más a mí mismo, hay que entenderlo. Durante un tiempo viví en casa de mi hermana, asilado allí como un refugiado político. Pasé una mala racha, puedes imaginártelo, y tal vez no me habría repuesto nunca de ella de no ser por mi cuñado. Aquel hijo de puta, con su sola e insoportable presencia, hizo que me pusiera en marcha otra vez. Así que, para ser justo, debería de estarle agradecido. Como yo no tenía un céntimo -en mi cuenta corriente solo había telarañas y lo poco que me dieron por el Dodge no tardó en volar en un par de noches de farra-, me decidí a hacerle una visita al Gran Sátrapa. Era mi último remedio, y la cosa tenía sus riesgos. El Gran Sátrapa -así era como Luis Carlos llamaba a su padre- era el típico self-made man surgido del hambre y el miedo de la posguerra. Había tocado con éxito todos los registros al uso: estraperlo, préstamos con usura, negocios turbios y más turbios aún. Era un tipo listo y en poco tiempo se hizo con un capital curioso. A mediados de los cincuenta ya era propietario de tres casas de pisos, una pensión más o menos decente -que puso al cuidado de un paisano de confianza, veterano de la División Azul- y la mitad de las acciones de una fábrica de paraguas de Barcelona. Quiso que sus hijos recibieran una buena educación y a los tres les dio carrera para que pudieran abrirse camino en la vida sin necesidad de descender a esas cloacas que tan bien conocía él y en las que se movía como una serpiente. No hace falta decir aquí que Luis Carlos nunca mostró el menor deseo de ceñirse a los planes que le había trazado su padre. Ya desde chico le había dado más de un quebradero de cabeza, y el padre trató de enderezarlo -en vano- a fuerza de broncas y correazos y de colegios internos para niños descarriados (en donde nunca nadie aprendió nada bueno, dicho sea de paso). Fui a verlo, a ese sátrapa, dijo relamiéndose la espuma que le había dejado la cerveza en el bigote. A verlo fui, a postrarme ante él. Y con gran humildad, no del todo fingida, dicho sea en mi favor, logré convencerlo de que me admitiera de nuevo en el redil. No diré que logré engañarlo del todo; el sátrapa era demasiado listo, tenía muchos tiros dados y no se ablandaba así como así por mucho que uno representara ante él, aunque de manera más que convincente, creo yo, el papel del hijo pródigo y el de la mujer samaritana, los dos en uno. Pero el caso es que le saqué trescientas mil pesetas de la época, a cambio de la promesa, que naturalmente nunca cumplí, de retomar mi profesión y hacer las paces con mi esposa.
Se ve que te quería mucho tu padre, dije. No me contestó. Su único ojo útil se quedó mirando un punto entre la barra de zinc y la máquina del café. Una mente acostumbrada a los ritos tabernarios no tarda en descubrir esos signos sutiles que te dicen que ya es hora de ir pensando en pagar la cuenta y largarse a otro sitio (ese silencio raro y esas cabezas agachadas de los camareros, y esa atmósfera compacta, casi tangible, que se forma en el interior del bar minutos antes de que echen -hasta la mitad, como primer aviso- el cierre metálico...). Solo quedaban en el bar un par de bebedores solitarios, dos tipos anodinos que tal vez seguían allí, apalancados en la barra, por la única razón de que no querían irse a la cama sin haber oído el final de la historia. Luis Carlos se acariciaba su asilvestrada barba y sonreía. Sonreía, sí -¿por qué ese miedo a usar determinadas palabras?-, con melancólica dulzura. […]
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