domingo, 26 de abril de 2020

El doble de Bobby Fischer (II)

Con lo que gané haciendo carreteras, dijo, me compré un Dodge. Era un coche magnífico, el  mejor que uno podía conseguir en aquellos tiempos en España. Un día me subí al Dodge y me largué de casa. Así, sin más. Recorrí miles de kilómetros. En el Dodge dormía y comía cuando se terciaba y hacía el amor con mi acompañante, Mieke se llamaba, una jovencita holandesa que encontré no sabría decirte dónde. La muchacha andaba sola por el mundo haciendo autostop y le daba igual ir a un sitio u otro. Mieke hablaba español de una manera extravagante, sumamente cómica. Tuvimos grandes conversaciones en el Dodge mientras hacíamos kilómetros y kilómetros sin tener la menor idea de adónde nos dirigíamos. Cuando llegábamos a una gasolinera el empleado de turno tal vez esperaba que del Dodge se bajara un tipo con chaqueta y corbata y pinta de manejar mucha pasta, así que cuando me bajaba del coche con mis bermudas deshilachadas, mi larga melena desgreñada y mis sandalias, por no hablar del tercer ojo que Mieke me había dibujado en la frente con su lápiz de labios, el empleado se quedaba de una pieza, literalmente estupefacto. Aun así me trataba de usted y de señor. Seguramente debía pensar que nunca se sabe con quién estás tratando y que las apariencias engañan. Y además, la verdad sea dicha, siempre he tenido mucha clase. Aun mal vestido, aun sin un solo céntimo en el bolsillo, tengo clase, eso es incontestable. Yo asentí porque es completamente cierto: ya puede estar en las últimas, que Luis Carlos no perderá esos aires de gran señor que adquirió el mismo día de su nacimiento. Fueron unos tiempos alucinantes, prosiguió. Ningún remordimiento, que conste; indudablemente mi mujer y mi hija estaban mejor sin mí. Así que el Dodge, la carretera, la autostopista holandesa, los hoteles de lujo y los restaurantes caros en donde Luis Carlos siempre se las arreglaba para dar la nota de uno u otro modo. Y el dinero, el dinero que iba desapareciendo al ritmo enloquecido que le imponía mi amigo. Qué agradable resulta gastar dinero a manos llenas, dijo con evidente satisfacción, quien no lo ha probado no lo sabe. En el verano del setenta y siete -Luis Carlos lo recordaba con precisión porque fue justamente el año de las primeras elecciones generales después de la dictadura- y tras recorrer gran parte del país dejando tras de sí una estela de alegre desvergüenza y billetes de cinco mil pesetas grandes como sábanas, mi amigo y la holandesa arribaron a una comuna hippie en Los Caños de Meca. Era gente maravillosa que realmente sabía vivir, dijo, evocador. Había allí un tal John, un norteamericano grande y silencioso que al parecer era la bondad personificada. Él solo, con sus grandes manos, había levantado en la playa al pie de una loma un cobertizo en el que se apelotonaban entre diez y quince hippies. El número variaba, dijo Luis Carlos. Todo el mundo era allí bienvenido y nadie daba explicaciones cuando se iba, sencillamente se largaba y ya está. John y yo nos hicimos buenos amigos. Chapurreaba español y con pocas palabras me contó su vida. Tenía veintisiete años y había nacido en una comunidad amish de Pensilvania. Pero en su corazón, decía llevándose la mano al pecho, una mano enorme y un pecho a juego con aquella manaza, nunca se había sentido un verdadero amish. Él había nacido para flotar libre, decía, no para pasarse la vida leyendo la Biblia y reparando viejas carretas. John era, por lo demás, un excelente carpintero, lo que no es poca cosa cuando uno tiene que andar por ahí sin un techo que lo cobije. Como es natural, en la comuna practicaban el amor libre. No teníamos sentido de la propiedad, dijo Luis Carlos, así que de ninguna manera podíamos aceptar que alguien pudiera pertenecer a alguien. Mieke lo pilló enseguida y una tarde en que estaba yo bañándome en pelotas con unos hippies que acababan de llegar de Valencia, vi cómo Mieke y John se perdían detrás de unos matorrales agarrados de la mano y sin dejar de mirarse a los ojos. Me pareció bien. Me pareció de puta madre, claro que sí. El verano se estaba acabando y vinieron días de lluvia. El tinglado aquel en el que nos hacinábamos olía a marihuana rancia y a perros muertos, y además había goteras por todas partes. Había muy poco que hacer y me pasaba el día leyendo un libro que me había prestado John, no recuerdo cuál -te abrirá le mente, me había dicho al tiempo que se daba  golpecitos con el dedo en la coronilla-. Los valencianos no hacían más que tocar la guitarra y los bongos a todas horas; eran verdaderamente incansables, qué bestias. Un día me harté de tanta lluvia y tanta lectura y tanta cancioncita hippie. Sin despedirme de nadie, subí al Dodge y me fui al pueblo. El coche se lo vendí por un precio ridículo a un cateto que dio por sentado que me estaba tomando el pelo y haciendo el negocio de su vida. Recuerdo que firmé unos papeles en una gestoría que parecía una guarida de hampones, me guardé en el bolsillo los billetes que quisieron darme y caminé bajo la lluvia hasta la plaza donde me habían dicho que paraban los autobuses. Los de la gestoría debieron de pensar que yo estaba como una cabra. Deshacerme de un coche así para acabar cogiendo un autobús. Bueno, que pensaran lo que les diera la gana. A Sevilla y por aquellas carreteras del diablo tardé en llegar sus buenas cuatro horas. Todavía recuerdo la cara que puso mi hermana cuando abrió la puerta de su casa y me vio allí plantado con aquella horrible pinta de desarrapado que traía. Me miró de arriba abajo y me dijo: Pasa. Solo eso me dijo. Muy seca. El viaje en autobús me había puesto de un humor de perros y no estaba dispuesto a escuchar ningún sermón. Mi hermana no me sermoneó, aunque razones no le faltaban después de haber estado perdido por ahí durante casi tres meses en los que nadie había sabido nada de mí. Pero ella entendió enseguida. Mi hermana me conoce mejor que nadie, así que no me dijo nada más que "pasa", y yo pasé y me dejé caer en el sofá y de golpe sentí que se me desplomaba el mundo encima. El mundo con sus matrimonios y sus obligaciones y sus honorables familias, que tan fácilmente había logrado yo deshonrar. Esas cosas en las que yo me había metido de cabeza sin saber por qué. Ahora llegaba el tiempo de las explicaciones y de los grandes lamentos. Dime si no era para echarse a llorar, dijo, y se echó a reír. […]

2 comentarios:

M. dijo...

¡Qué historia de dobles! Espero la próxima entrega con más impaciencia que la de Killing Eve.

C. B. dijo...

Je, je! Ya será menos!