Alguien me reveló hace años que Luis Carlos se había dedicado en su juventud al tráfico internacional de armas. No sé si mi interlocutor hablaba en serio o en broma, pero el caso es que anoche, después de bebernos un par de cervezas en la barra del bar donde nos habíamos encontrado por casualidad, le pedí a Luis Carlos que me consiguiera una pistola. Para qué quería yo una pistola no sabría decirlo, pues, hasta donde alcanzo, no quiero matarme ni matar a nadie. Lo cierto es que justamente anoche deseaba poseer una pistola más que ninguna otra cosa del mundo, no una pistola cualquiera, sino una Luger, una Luger precisamente y no otra, como le expliqué a Luis Carlos con vehemencia. Tras escuchar mi absurda petición con mucho interés -su rostro más rostro de Fischer que nunca-, Luis Carlos me dijo que él no trabajaba ese género. No trabajo ese género, esas fueron sus palabras exactas. Solo armas de destrucción masiva, añadió, y acto seguido soltó una potente carcajada que hizo volver la cara al camarero. También yo me reí. Si hemos de creer todo lo que dice de sí mismo, Luis Carlos ha leído millares de libros, ha viajado por todo el mundo, ha poseído centenares de mujeres, ha vencido al ajedrez a no pocos maestros, ha conocido por igual la riqueza y la pobreza, la dilapidación y el sable, y ha vivido innumerables aventuras de toda índole que no se cansa de contar una y otra vez; hasta qué punto exagera o se inventa sus propias historias es algo perfectamente irrelevante, creo yo. Anoche me contó que había estado en Shangai en los años setenta. Allí, según me dijo, se hospedaba en casa de un famoso y venerado y ya anciano maestro taoísta, junto con otros estudiantes llegados de todas partes. Muchos norteamericanos, dijo, algunos franceses, ningún español excepto yo. Una vez, el maestro lo invitó a cenar, honor que al parecer no dispensaba a cualquiera. Después de la cena sirvieron el té dos jóvenes discípulas de nacionalidad imprecisa que desaparecieron de la escena con el mismo sigilo con el que habían hecho su entrada. Mientras tomaban el té, Luis Carlos, que no había podido evitar echarle un vistazo a las muchachas, se atrevió a romper el silencio que había imperado durante toda la velada y con el mayor respeto dijo: Maestro, ¿me permite una pregunta? Y el maestro: Naturalmente, eres mi invitado. Y Luis Carlos: Maestro, a su edad, ¿todavía...? El maestro rompió a reír: ¡Por supuesto, hijo mío! ¡Y con las dos a la vez! Recuerdo que al concluir su anécdota los ojos de Luis Carlos brillaban, tiene un ojo medio cegado por las cataratas, pero aún así este ojo suyo, enfermo y ya irrecuperable, brillaba, relampagueaba, sería mejor decir. Noté entonces que Luis Carlos olía muy bien, un perfume caro, pensé, con el que compensaba en cierto modo la gastada cazadora de ante pasada de moda y los pantalones sucios, cuya suciedad era, con seguridad, incapaz de ver. He perdido la cuenta de las veces que me he arruinado, dijo en otro momento de nuestra conversación, que a esas alturas fluía agradablemente sin que uno tuviera que hacer el menor esfuerzo. El dinero va y viene, dijo, esa es su naturaleza, y no hay que hacer nada por retenerlo. He oído decir por ahí que Luis Carlos heredó de su padre una fortuna y que gracias a ello no ha tenido que trabajar un solo día de su vida. Pero esto no es del todo cierto. Sé, porque hace años me lo dijo él mismo y más tarde me lo corroboró un amigo común, que Luis Carlos estudió ingeniería de caminos y que en su juventud ganó una buena cantidad de dinero construyendo carreteras. Hizo entonces lo que se esperaba de un ingeniero español hijo de la burguesía franquista: se casó por todo lo alto con una joven de buena familia y casi simultáneamente engendró una heredera. Y al cumplir los treinta años, como impulsado por una fuerza invisible e irresistible, la fuerza del destino, que diría un cursi, abandonó su profesión, abandonó a su mujer y a su hijita y se fue a vivir a una comuna hippie. Éramos lactovegetarianos, me explicó. No simplemente vegetarianos. Tampoco ovovegetarianos, hay que entender las diferencias. […]
jueves, 16 de abril de 2020
El doble de Bobby Fischer (I)
Alguien me reveló hace años que Luis Carlos se había dedicado en su juventud al tráfico internacional de armas. No sé si mi interlocutor hablaba en serio o en broma, pero el caso es que anoche, después de bebernos un par de cervezas en la barra del bar donde nos habíamos encontrado por casualidad, le pedí a Luis Carlos que me consiguiera una pistola. Para qué quería yo una pistola no sabría decirlo, pues, hasta donde alcanzo, no quiero matarme ni matar a nadie. Lo cierto es que justamente anoche deseaba poseer una pistola más que ninguna otra cosa del mundo, no una pistola cualquiera, sino una Luger, una Luger precisamente y no otra, como le expliqué a Luis Carlos con vehemencia. Tras escuchar mi absurda petición con mucho interés -su rostro más rostro de Fischer que nunca-, Luis Carlos me dijo que él no trabajaba ese género. No trabajo ese género, esas fueron sus palabras exactas. Solo armas de destrucción masiva, añadió, y acto seguido soltó una potente carcajada que hizo volver la cara al camarero. También yo me reí. Si hemos de creer todo lo que dice de sí mismo, Luis Carlos ha leído millares de libros, ha viajado por todo el mundo, ha poseído centenares de mujeres, ha vencido al ajedrez a no pocos maestros, ha conocido por igual la riqueza y la pobreza, la dilapidación y el sable, y ha vivido innumerables aventuras de toda índole que no se cansa de contar una y otra vez; hasta qué punto exagera o se inventa sus propias historias es algo perfectamente irrelevante, creo yo. Anoche me contó que había estado en Shangai en los años setenta. Allí, según me dijo, se hospedaba en casa de un famoso y venerado y ya anciano maestro taoísta, junto con otros estudiantes llegados de todas partes. Muchos norteamericanos, dijo, algunos franceses, ningún español excepto yo. Una vez, el maestro lo invitó a cenar, honor que al parecer no dispensaba a cualquiera. Después de la cena sirvieron el té dos jóvenes discípulas de nacionalidad imprecisa que desaparecieron de la escena con el mismo sigilo con el que habían hecho su entrada. Mientras tomaban el té, Luis Carlos, que no había podido evitar echarle un vistazo a las muchachas, se atrevió a romper el silencio que había imperado durante toda la velada y con el mayor respeto dijo: Maestro, ¿me permite una pregunta? Y el maestro: Naturalmente, eres mi invitado. Y Luis Carlos: Maestro, a su edad, ¿todavía...? El maestro rompió a reír: ¡Por supuesto, hijo mío! ¡Y con las dos a la vez! Recuerdo que al concluir su anécdota los ojos de Luis Carlos brillaban, tiene un ojo medio cegado por las cataratas, pero aún así este ojo suyo, enfermo y ya irrecuperable, brillaba, relampagueaba, sería mejor decir. Noté entonces que Luis Carlos olía muy bien, un perfume caro, pensé, con el que compensaba en cierto modo la gastada cazadora de ante pasada de moda y los pantalones sucios, cuya suciedad era, con seguridad, incapaz de ver. He perdido la cuenta de las veces que me he arruinado, dijo en otro momento de nuestra conversación, que a esas alturas fluía agradablemente sin que uno tuviera que hacer el menor esfuerzo. El dinero va y viene, dijo, esa es su naturaleza, y no hay que hacer nada por retenerlo. He oído decir por ahí que Luis Carlos heredó de su padre una fortuna y que gracias a ello no ha tenido que trabajar un solo día de su vida. Pero esto no es del todo cierto. Sé, porque hace años me lo dijo él mismo y más tarde me lo corroboró un amigo común, que Luis Carlos estudió ingeniería de caminos y que en su juventud ganó una buena cantidad de dinero construyendo carreteras. Hizo entonces lo que se esperaba de un ingeniero español hijo de la burguesía franquista: se casó por todo lo alto con una joven de buena familia y casi simultáneamente engendró una heredera. Y al cumplir los treinta años, como impulsado por una fuerza invisible e irresistible, la fuerza del destino, que diría un cursi, abandonó su profesión, abandonó a su mujer y a su hijita y se fue a vivir a una comuna hippie. Éramos lactovegetarianos, me explicó. No simplemente vegetarianos. Tampoco ovovegetarianos, hay que entender las diferencias. […]
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