jueves, 16 de abril de 2020

El doble de Bobby Fischer (I)

Era a principios de dos mil ocho y Bobby Fischer acababa de morir en un hospital de Reikiavik a los sesenta y cuatro años de edad. Había vivido, pues, tantos años como escaques tiene un tablero de ajedrez, y no hubo ni una sola nota necrológica de las miles que se escribieron para dar noticia de la muerte de Fischer que no se hiciera eco de esta estúpida coincidencia. Las fotografías de Fischer que en aquellos días publicó la prensa mostraban a un anciano vagabundo que en nada se parecía ya al joven y elegante neoyorquino que en plena guerra fría había logrado la hazaña de arrebatar a los soviéticos el título de campeón del mundo de ajedrez tras batir, en mil novecientos setenta y dos y precisamente en Reikiavik, al gran Boris Spassky. El Fischer que habría de morir pocos días después de ser fotografiado caminando como un sonámbulo por las calles de Reikiavik, el último Fischer por así decirlo, vestía ropas de clochard y lucía una exuberante y salvaje barba blanca. Su mirada era ya la de un loco de remate, una mirada desafiante, fiera, resentida y, por encima de todo, absolutamente ajena a las cosas de este mundo. Viendo aquellas fotografías, terribles para mí en cierto modo, pues, como es natural, no me agradaba ver al héroe de mi juventud convertido en poco menos que un espectro, tuve una repentina revelación: Luis Carlos, mi viejo y querido amigo Luis Carlos, era idéntico a Bobby Fischer. Me dije que había logrado parecerse a Fischer más que a cualquier otra persona, viva o muerta, se parecía a Fischer más que a sí mismo, y este hecho asombroso constituía, por así decirlo, el mayor logro ajedrecístico de mi amigo, gran aficionado al ajedrez él mismo. Me prometí entonces que la próxima vez que viera a Luis Carlos lo saludaría con un ensayado cada día te pareces más a Bobby Fischer. Frase que anoche, llegado al fin el momento propicio y tal vez irrepetible después de más de diez años de espera, no me decidí a pronunciar por pura y simple timidez.

Alguien me reveló hace años que Luis Carlos se había dedicado en su juventud al tráfico internacional de armas. No sé si mi interlocutor hablaba en serio o en broma, pero el caso es que anoche, después de bebernos un par de cervezas en la barra del bar donde nos habíamos encontrado por casualidad, le pedí a Luis Carlos que me consiguiera una pistola. Para qué quería yo una pistola no sabría decirlo, pues, hasta donde alcanzo, no quiero matarme ni matar a nadie. Lo cierto es que justamente anoche deseaba poseer una pistola más que ninguna otra cosa del mundo, no una pistola cualquiera, sino una Luger, una Luger precisamente y no otra, como le expliqué a Luis Carlos con vehemencia. Tras escuchar mi absurda petición con mucho interés -su rostro más rostro de Fischer que nunca-, Luis Carlos me dijo que él no trabajaba ese género. No trabajo ese género, esas fueron sus palabras exactas. Solo armas de destrucción masiva, añadió, y acto seguido soltó una potente carcajada que hizo volver la cara al camarero. También yo me reí. Si hemos de creer todo lo que dice de sí mismo, Luis Carlos ha leído millares de libros, ha viajado por todo el mundo, ha poseído centenares de mujeres, ha vencido al ajedrez a no pocos maestros, ha conocido por igual la riqueza y la pobreza, la dilapidación y el sable, y ha vivido innumerables aventuras de toda índole que no se cansa de contar una y otra vez; hasta qué punto exagera o se inventa sus propias historias es algo perfectamente irrelevante, creo yo. Anoche me contó que había estado en Shangai en los años setenta. Allí, según me dijo, se hospedaba en casa de un famoso y venerado y ya anciano maestro taoísta, junto con otros estudiantes llegados de todas partes. Muchos norteamericanos, dijo, algunos franceses, ningún español excepto yo. Una vez, el maestro lo invitó a cenar, honor que al parecer no dispensaba a cualquiera. Después de la cena sirvieron el té dos jóvenes discípulas de nacionalidad imprecisa que desaparecieron de la escena con el mismo sigilo con el que habían hecho su entrada. Mientras tomaban el té, Luis Carlos, que no había podido evitar echarle un vistazo a las muchachas, se atrevió a romper el silencio que había imperado durante toda la velada y con el mayor respeto dijo: Maestro, ¿me permite una pregunta? Y el maestro: Naturalmente, eres mi invitado. Y Luis Carlos: Maestro, a su edad, ¿todavía...? El maestro rompió a reír: ¡Por supuesto, hijo mío! ¡Y con las dos a la vez! Recuerdo que al concluir su anécdota los ojos de Luis Carlos brillaban, tiene un ojo medio cegado por las cataratas, pero aún así este ojo suyo, enfermo y ya irrecuperable, brillaba, relampagueaba, sería mejor decir. Noté entonces que Luis Carlos olía muy bien, un perfume caro, pensé, con el que compensaba en cierto modo la gastada cazadora de ante pasada de moda y los pantalones sucios, cuya suciedad era, con seguridad, incapaz de ver. He perdido la cuenta de las veces que me he arruinado, dijo en otro momento de nuestra conversación, que a esas alturas fluía agradablemente sin que uno tuviera que hacer el menor esfuerzo. El dinero va y viene, dijo, esa es su naturaleza, y no hay que hacer nada por retenerlo. He oído decir por ahí que Luis Carlos heredó de su padre una fortuna y que gracias a ello no ha tenido que trabajar un solo día de su vida. Pero esto no es del todo cierto. Sé, porque hace años me lo dijo él mismo y más tarde me lo corroboró un amigo común, que Luis Carlos estudió ingeniería de caminos y que en su juventud ganó una buena cantidad de dinero construyendo carreteras. Hizo entonces lo que se esperaba de un ingeniero español hijo de la burguesía franquista: se casó por todo lo alto con una joven de buena familia y casi simultáneamente engendró una heredera. Y al cumplir los treinta años, como impulsado por una fuerza invisible e irresistible, la fuerza del destino, que diría un cursi, abandonó su profesión, abandonó a su mujer y a su hijita y se fue a vivir a una comuna hippie. Éramos lactovegetarianos, me explicó. No simplemente vegetarianos. Tampoco ovovegetarianos, hay que entender las diferencias. […]

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