martes, 3 de julio de 2018

Los tiempos están cambiando, ¿sí?

Parecía que nunca iban a acabarse, pero se acabaron, se acabaron las obras de la calle Amor de Dios y el tráfico volvió a fluir después de meses y meses en que los vecinos tuvimos que convivir con el atronador ruido de las máquinas y toneladas de polvo penetrando por todas partes. También llegamos a creer que nunca iban a cesar las lluvias ni los cielos grises, y mira tú por dónde un buen día se acabó el mal tiempo y vinieron triunfantes y en procesión –discúlpenme este ataque de lirismo, son cosas de la edad– todos los soles de mi infancia. (A veces me da por jugar al hiperbóreo y me finjo nostálgico de fríos, humedades y grisuras, tristezas que en realidad siempre he detestado; he nacido y vivo bajo cielos inmaculados y soles terribles, y en el fondo esto, que para muchos sería el puro infierno y no les quito la razón, es lo que a mí me pone.) Prácticamente todos los españoles pensábamos que teníamos Mariano y PP para rato, y ¡coño! en un pispás al carajo el tío Mariano y véngase para acá don Pedrito Sánchez. En casa, después de mucho hacerse de rogar, aparecieron al fin los pintores, y dos semanas después ya están concluyendo su trabajo... O sea, que se van deshaciendo nudos (también los del estómago), se licuan coágulos y maldiciones, y uno ya sólo quiere ver buenos augurios por todas partes. Como medida higiénica he apartado de mí ciertos objetos (no los nombraré) que de pronto empezaron a darme muy mal rollo: no sin asombro –que diría un borgiano– he podido constatar que el beneficio ha sido inmediato.

Apetece dar las gracias a quien corresponda, y desde aquí se dan.