jueves, 12 de noviembre de 2009

LECTURAS

Comienzo a leer La senda del perdedor, de Bukowski, y Bariloche, de Neuman, y entre medias releo fragmentos de los diarios de Jünger. Bukowski jamás me defrauda. Neuman es todavía un melón sin calar. Los diarios de Jünger me fascinan. Pero lejos de mí la tentación de hacer de esta entrada una especie de crítica literaria. No. Mi propósito, muy simple, no va más allá de anotar aquí qué leo ahora, en estos días de noviembre de 2009, cuando el frío y la luz del otoño comienzan al fin a insinuarse. Anotar también que ayer tuve la tentación de comprar El maestro Juan Martínez, que estaba allí, de Chaves Nogales, pero por alguna razón (seguramente la repugnancia que me provoca el cartelón que cuelga de la fachada de la antigua comisaría de La Gavidia, en el que puede leerse cuantas veces el estómago lo soporte un texto enfermo de sevillanía del propio Chaves) me decidí por el viejo Bukowski y el joven Neuman. Estuve hojeando el libro de Chaves. Buena prosa; nada que ver con los ampulosos delirios de pregonero que podemos leer en el horrible cartelón de la comisaría.

jueves, 5 de noviembre de 2009

VIDA COTIDIANA

Nuestro hogar es esta desolación de muros agrietados y este continuo repiquetear de martillos que me destroza los nervios. Y también las manchas de humedad en el cielo raso, y la falta de luz y de aire, y la tristeza estancada, sin nombre, y los muebles viejos de otra época, y el papel desprendiéndose de las paredes sin que nadie le ponga remedio, y los colores chillones de la fachada que mi padre examina como un experto al tiempo que me dice, con un hilo de voz, algo acerca de una denuncia que según parece nos ha puesto el vecino de enfrente, ese cabrón miserable. Hay un bar en la esquina, un tugurio infecto en el que me refugio a veces y que suelen frecuentar unos tipos simpáticos sin otro oficio conocido que el de beber una cerveza tras otra acodados en la barra y comer cacahuetes cuyas cáscaras arrojan alegremente al suelo ante la indiferencia del camarero. Y justamente ahora entro en el bar con mi hijo y lo siento sobre la barra, pletórico de orgullo paterno; sin mediar palabra una mujer me pone en la mano un cubata, y yo le pido al camarero un Acuarius para el niño. Cubata en mano, me pongo a hablar con un tipo que dice acordarse de mí, de los tiempos en que ambos, al parecer, si he de dar crédito a sus palabras, estudiábamos en la universidad. No guardo memoria de nada de cuanto me dice, pero el hombre es tan simpático, tan agradable, que yo le sigo la corriente y asiento con la cabeza mientras él habla sin parar y va soltando nombres que no me suenan de nada. Luego, un tanto mareado, salgo a la plazuela llevando a mi hijo de la mano y aparece un coche desvencijado lleno de gitanos de aspecto patibulario. Yo sonrío como un idiota, me doy cuenta de que no he dejado de sonreír desde que puse los pies en el bar; le sonrío al gitano que, asomando medio cuerpo por la ventanilla del coche, me pregunta con forzada amabilidad dónde está el convento de no sé qué santo o santa. Me encojo de hombros, siempre sonriente, y le digo que no sé de qué me habla. El gitano vuelve a sentarse, malhumorado y violento, y el coche arranca y desaparece por una callejuela dejando tras de sí una nube de humo negro. Uno de los habituales del bar me dice desde la puerta: hiciste bien en callarte, a saber qué querrán hacerles esos hijos de puta a las monjitas.
Y así van transcurriendo mis días en este barrio dejado de la mano de Dios. Contando las monedas que llevo en la cartera, haciendo cuentas mentalmente, soportando los martillazos que suenan por todas partes sin que nadie sepa decirme de dónde viene tanto ruido. Quietecito y a verlas venir.