sábado, 11 de junio de 2011

La víspera

La cosa no resultaba. Una manchita de sangre en la comisura de sus labios me hizo ver que debíamos parar de inmediato, así que, dándole una palmada en el muslo, le dije: "Basta de contorsiones, muchacha; esto no va". En total, ni dos minutos. Lo que se dice una escaramuza sin consecuencias. Sin embargo, cuando la vieja entró de golpe en la habitación —imagínate el susto—  y encontró a su hija debajo de un desconocido que tenía los pantalones por las rodillas y el rostro todavía congestionado... en fin, en tales circunstancias me hubiera resultado muy difícil hacerme entender, ¿no te parece? De manera que opté por cerrar la boca y aparentar la mayor calma posible; me di la vuelta en la cama y me quedé esperando acontecimientos. Cosa rara, la vieja no se puso a dar gritos ni a corretear de un lado a otro del dormitorio tirándose de los pelos, como cabía esperar. También ella, la mamá querida, la viejita, había decidido tomárselo con calma. Tanto mejor, pensé. No sabes cómo detesto los escándalos, máxime cuando no hay razón alguna. Porque, como te digo, aquello no había tenido la menor importancia. Desde luego aquella tontería no iba a impedir que al día siguiente la novia se plantara ante el altar del brazo de su padre con la conciencia tranquila y la cabecita bien alta, en eso parecían estar de acuerdo madre e hija. Y en cuanto a mí... bueno, lo creas o no, tan pronto como vi que la vieja se sentaba al borde de la cama con absoluta naturalidad, como si se dispusiera a soltar una amable reprimenda a dos niños traviesos, me desentendí alegremente del asunto.