viernes, 29 de diciembre de 2023

Kempes o el ardor (II)

No solo el Kempes, claro, también estaba el niño que contaba películas y el niño que tocaba la armónica y el niño que cavaba zanjas, pequeñas zanjas circulares cuyo sentido o utilidad nunca reveló a nadie, y el niño fanático de Bruce Lee que a todas horas practicaba kárate o lo que él imaginaba que era el kárate. Y en fin, también podría nombrarles al hijo de un locutor de radio, muchacho seriote y buen conversador, y al hijo de un famoso cantaor de flamenco, un chaval chistoso y a ratos un gran pelmazo; estos dos eran los niños importantes, de los que los demás querían hacerse amigos y a los que nadie se hubiera atrevido jamás a molestar. Y también, cómo podría olvidarme de ellas, la niña Mara y la niña Yedra. Yedra y Mara, Mara y Yedra, niñas modernas y sabias, inseparables hermanas o primas hermanas o simplemente amigas del alma, que vivían, si no estoy mal informado, cerca de la plaza de San Pedro. Nos habían prohibido juntarnos niños y niñas en una misma tienda de campaña, pero, como es natural, nos saltábamos la prohibición cada vez que se terciaba y era frecuente que después del almuerzo, a la hora en que los mandos dormían la siesta o se ocupaban de misteriosos asuntos, los niños fuéramos a visitar a las niñas o las niñas vinieran a visitarnos. Fue en una de esas visitas a nuestra tienda que la niña Yedra me preguntó si yo sabía cuál era su letra favorita del alfabeto. Como no supe qué contestarle, la niña Yedra quiso darme una pista y me puso sobre el muslo (estábamos sentados en una colchoneta el uno al lado del otro y llevábamos puestos los reglamentarios pantalones cortos) una ramita en forma de Y. Ese ligero contacto de la punta de sus dedos y la cercanía del cuerpo de la niña, con la que hasta entonces no había cruzado una sola palabra, su aliento en mi cara y el extraño tono de su voz... Aquella fue casi con toda seguridad mi primera experiencia erótica no virtual. Poca cosa, dirán ustedes. Lo suficiente para no haberla olvidado todavía, les respondo yo.

viernes, 29 de septiembre de 2023

A ese corazón tan malo

Me voy, te dejo y te abandono, Santamaría Sur. Y qué lejos te veo ya. A dos semanas tan solo de la Gran Patada en el Culo y qué pequeñita ya, Santamaría, qué cosa insignificante y remota y ajena eres. Con tus trenes y tus vinos peleones y tus malas artes de pueblerina resabiada ¡queda con Dios, mujer!

Qué reservorio de anécdotas catetas, sin embargo, para esas noches del último invierno.

domingo, 21 de mayo de 2023

Conozca México primero

La única cosa interesante que me ha pasado en los últimos días ha sido leer una crónica periodística de mi querido Jorge Ibargüengoitia que lleva por título «Conozca México primero». El texto de Ibargüengoitia es bueno, pero uno se pregunta si su lectura, única cosa interesante, repito, que me ha pasado en los últimos días, compensa el aperreo de vivir. Lo que desde luego da que pensar.

miércoles, 29 de marzo de 2023

La espuma de los días

Cuando yo era yo y no el que soy ahora ‒que es indudablemente otro, alguien de quien, sin exagerar, apenas sé nada‒ disponía en abundancia de eso que con más o menos acierto suele llamarse «tiempo libre». ¿En qué se me iba aquel tiempo que ocupaba casi la totalidad de mi tiempo y que me permitía ser, bajo cualquier circunstancia, yo mismo? Básicamente en nada. Nada, porque nada era pasarse la vida en los bares o leyendo novelas. O jugando, ay, al ajedrez. Tiempo que se me iba en puras ensoñaciones y quimeras y también en imaginarias angustias, sin que de mi ser ‒mi verdadero ser, como claramente veo ahora, ahora que paradójicamente soy otro‒ brotara el menor sentimiento de pérdida o de culpa. Tiempo moderadamente feliz pasado en Babia y sin sombra de remordimientos. Y no fueron pocos años, que quede claro.

¿Tuvo sentido aquel tiempo ocioso que bien pude haber empleado en hacer algo de provecho, como por ejemplo, opositar a notarías? A esta pregunta debe responderse que nunca el tiempo es perdido, y que, en efecto, aquel tiempo mío, más mío que ningún otro, tuvo sentido. Porque aquel tiempo era la vida, y la vida, nihilismos al margen, algún sentido ha de tener. Fui dichoso a ratos y a ratos no tanto. El resto es gelatina.

A aquel tiempo pertenecen los días gastados en deambular de acá para allá sin nada sólido en la cabeza, y las tardes gastadas en sofá, tabaco y lecturas –las noches eran confusas y preferiría no tener que hablar de ellas–. De aquel tiempo son los amores contrariados y los amores felices, las obsesiones eróticas y las suaves complacencias. A él también pertenecen los torpes experimentos de escritura. A mi manera, fui fabulista:

Me has vencido ‒dijo la liebre‒. Pero mira que sólo tienes esto: tu lenta alegría de tortuga. [circa 1994] 

También me las di de dadaísta –siempre me han atraído los cachivaches antiguos–, de parodista –aquellos poemas del Cante Tonto que no reproduciré aquí, así me amenacen con una pistola–, de poeta bolchevique y, naturalmente, de autor maudite. Pero ante todo fui –y en cierto modo sigo siendo, y este blog es prueba de ello– diarista. Desde los siete años hasta bien pasada la cuarentena fui llenando cuadernos, libretas y vistosos álbumes con las banalidades que me sucedían y las ocurrencias que me inspiraban tales banalidades. La humanidad puede prescindir alegremente de estos diarios míos, pero yo no. Son para mí la prueba, las piezas de convicción, por así decirlo, de mi existencia, y me demuestran que, en líneas generales, también hubo un tiempo para mí. Abrir al azar una de esas libretas con tapas de hule (mis preferidas durante una época bastante turbia), reconocer con un agradable sobresalto la microscópica caligrafía de mis veintitantos años, leer, por ejemplo, la entrada del 7 de agosto de 1989 (contemplación de una muchacha que toma el sol en la playa / copa de ginebra en El Cubanito, al atardecer, «la playa refulgiendo como un pollo recién asado»), y revivir  de golpe, nítidamente, como si uno hubiera retrocedido en el tiempo, los acontecimientos y sensaciones de aquel día tan perfectamente insustancial, por otra parte, como cualquier otro. Esto no podría sucederme de no ser por mis diarios –y solo puede sucederme a mí, pues la experiencia es incomunicable–. ¿Las fotografías? Son engañosas, por ineptas y por pretenciosas, las fotografías. Mi consejo a los jóvenes con vocación de futuros ancianos nostálgicos es que abandonen la costumbre de fotografiar hamburguesas y de hacerse estúpidos selfis y comiencen cuanto antes a llevar un diario.

Una anotación de abril de 1990 comunica al lector (yo) mi decisión de dejarme crecer las patillas. Otra anotación, octubre de 1988, narra mis tribulaciones de perro faldero enamorado de una pérfida mujercita, personaje que aparecerá de manera harto recurrente hasta bien entrado el año 92. Los meses de octubre y noviembre de 1986 hubieron de inspirarme varios relatos de corte inequívocamente kafkiano: El entomólogo, Una visita nocturna y Relojes de Praga. Sépase además que el 19 de septiembre de 1993 una tortuga de mediano tamaño se cayó desde el balcón de un segundo piso de la plaza Ponce de León, con el consiguiente revuelo entre los transeúntes. La mañana del 20 de febrero de 1996, en la calle Sales y Ferré, una mujer me pide dinero para comprarse un periódico (precisamente un periódico). Se dirige a mí en un tono humilde y lastimero, pero en cuanto ha obtenido su óbolo se vuelve arrogante. 4 de marzo de 1998: el reflejo de mi rostro entrevisto fugazmente en la luna de un escaparate me deja consternado. El 7 de diciembre de 1990, en Granada, un más que satisfactorio encuentro erótico con una desconocida. Agradecido y galante, le regalo la cadena de plata que llevo al cuello. Al despedirnos la desconocida me advierte: no vayas a enamorarte de mí. A lo que yo le respondo chulescamente que no será el caso.

Así podríamos seguir un buen rato, pero no quiero abrumar. De muestra vale un botón. La ociosidad da para mucho, y bien mirado, es más nutritiva para el espíritu que las tediosas horas de oficina y los pleitos de este picapleitos que aquí, por no tener hoy nada mejor que hacer, se cuenta sus cosas.

lunes, 6 de febrero de 2023

Tristeza sanmariana de los bienes ajenos

En Santamaría Sur la envidia corre por las calles como un río, un río bilioso y fétido en el que todo sanmariano se baña y del que todo sanmariano bebe. Ellos no lo saben, pero es justamente así.

Ningún sanmariano puede sufrir que su vecino tenga un perro con mejor pedigrí que el suyo o que muerda más que el suyo.

Todo sanmariano se informará de inmediato del patrimonio que posees. Si a su juicio es poco, suspirará aliviado y fingirá compadecerte por tu mala fortuna. Si a su juicio es mucho... ¡gasta cuidado!

Tanto tienes, tanto vales. Aunque seas un analfabeto, aunque seas un adefesio, aunque hiedas como un burro muerto en una cuneta, aunque tu dinero venga de explotar a pobres diablos o de traficar con drogas... nada de eso tendrá la menor importancia si, al poner tus pies en el banco, el director deja a un lado cualquier cosa que esté haciendo y corre a estrecharte la mano al tiempo que te dice mil zalamerías. Entonces, amigo, todo estará bien. Entonces todo será perfecto.

«Si Fulanito triunfa, yo me ahorco»: Esta frase se la oí decir a un sanmariano del que, por otra parte, no puede decirse que haya fracasado en la vida. ¡«Me ahorco», qué cosas!

Ningún sanmariano dejará de fijarse en la marca del reloj que llevas, y poco después, a hurtadillas, averiguará su precio.

Los sanmarianos compiten entre sí por ver quién tiene el televisor más grande. Yo he visto televisores del tamaño de un campo de fútbol, lo juro.

Por lo demás, en Santamaría Sur no hay nada que ver. Desde luego nada que merezca la pena. Ya hablé en algún lugar de lo que allí se conoce como El Castillo y que, siendo generosos, no es más que un montón de escombros. Hay, eso sí, una bodega de aspecto agradable en la que uno puede tomarse un vaso de vino a la sombra de un emparrado.