domingo, 25 de febrero de 2024

Notas para un western imaginario

Empleado por primera vez en mi vida a una edad en la que más de uno ya empieza a pensar en desemplearse. Fue dar la gran patada y verme metido en esto. Veremos en qué acaba la cosa.

En mi cuenta corriente hay más rublos de los que sabría gastar. La pobreza es estimulante. Pero la riqueza, sobrellevada sin pasiones y con la cabeza fría, también lo es.

Sigue habiendo demasiados trenes. Y es cansado. Al principio es bonito lo de los trenes. Luego no tanto.

En los trenes de ahora, además... En los trenes de antes había pasillos y compartimentos y uno podía fumar cuanto quisiera e incluso compartir una botella de vino con los amigos. Yo lo he hecho. Todo era posible en aquellos trenes —el amor y la muerte y cuanto cabe en medio. Pero en los trenes de ahora...

En los trenes de ahora se trabaja.

Lo peor de Madrid son las cuestas.

Nunca hay que pensar en esto: que la vida es finita, que cualquier tiempo pasado fue mejor, que el cuerpo irá venciéndose y haciéndosenos cada vez más ajeno y menos comprensible, que lo que nos queda por ver no será mejor ni peor que lo que ya hemos visto, que a la larga todo cansa, todo hastía, todo repele, que somos culpables de vaya usted a saber qué, que somos víctimas de vaya usted a saber qué.

«No pienses, hijo, no pienses.»

«Pero si no pienso en nada, mamá.»

viernes, 29 de diciembre de 2023

Kempes o el ardor (II)

No solo el Kempes, claro, también estaba el niño que contaba películas y el niño que tocaba la armónica y el niño que cavaba zanjas, pequeñas zanjas circulares cuyo sentido o utilidad nunca reveló a nadie, y el niño fanático de Bruce Lee que a todas horas practicaba kárate o lo que él imaginaba que era el kárate. Y en fin, también podría nombrarles al hijo de un locutor de radio, muchacho seriote y buen conversador, y al hijo de un famoso cantaor de flamenco, un chaval chistoso y a ratos un gran pelmazo; estos dos eran los niños importantes, de los que los demás querían hacerse amigos y a los que nadie se hubiera atrevido jamás a molestar. Y también, cómo podría olvidarme de ellas, la niña Mara y la niña Yedra. Yedra y Mara, Mara y Yedra, niñas modernas y sabias, inseparables hermanas o primas hermanas o simplemente amigas del alma, que vivían, si no estoy mal informado, cerca de la plaza de San Pedro. Nos habían prohibido juntarnos niños y niñas en una misma tienda de campaña, pero, como es natural, nos saltábamos la prohibición cada vez que se terciaba y era frecuente que después del almuerzo, a la hora en que los mandos dormían la siesta o se ocupaban de misteriosos asuntos, los niños fuéramos a visitar a las niñas o las niñas vinieran a visitarnos. Fue en una de esas visitas a nuestra tienda que la niña Yedra me preguntó si yo sabía cuál era su letra favorita del alfabeto. Como no supe qué contestarle, la niña Yedra quiso darme una pista y me puso sobre el muslo (estábamos sentados en una colchoneta el uno al lado del otro y llevábamos puestos los reglamentarios pantalones cortos) una ramita en forma de Y. Ese ligero contacto de la punta de sus dedos y la cercanía del cuerpo de la niña, con la que hasta entonces no había cruzado una sola palabra, su aliento en mi cara y el extraño tono de su voz... Aquella fue casi con toda seguridad mi primera experiencia erótica no virtual. Poca cosa, dirán ustedes. Lo suficiente para no haberla olvidado todavía, les respondo yo.