lunes, 27 de mayo de 2019

Tulio en el Marcelo

El viernes pasado, súbita aparición de Tulio en el Marcelo. Saludó, se sentó a nuestra mesa, se bebió mi cerveza de un trago. Luego colocó las piezas en el tablero y retó a Josemaría, seguramente porque pensó que de todos nosotros es el ajedrecista de más fuste. Ambos jugadores hicieron velozmente unas cuantas jugadas. En un momento dado, Tulio dio jaque con su alfil de casillas negras; Josemaría no advirtió que estaba en jaque y respondió con una jugada ilegal, circunstancia que Tulio pescó al vuelo para capturar de un zarpazo el rey enemigo (algo absolutamente prohibido aun en una partida de ajedrez relámpago). Acto seguido se levantó bruscamente de la silla, arrojó el rey capturado dentro de la caja y se largó como si tal cosa. Toda esta secuencia de hechos no duró ni diez minutos.

¡Qué hombre tan extraordinario este Tulio!, debieron de pensar mis amigos del Marcelo. Cavilosos y medio pasmados estuvimos un buen rato, sin atrevernos a hablar de lo que allí había ocurrido; mientras tanto, Tulio galopaba calle arriba en busca de, imagino, otro bar, otra partida de ajedrez, otra cerveza de gorra.

jueves, 25 de abril de 2019

Rock de la calle Atienza

La calle Atienza ya no es la sucia y marginal calle en la que me crie. Los tiempos han cambiado, y donde antes había un prostíbulo ahora hay, cómo no, un edificio de apartamentos turísticos, un establecimiento perfectamente legal que se anuncia en internet con el melifluo nombre de Recuerdos de la Abuela. Todas la casas sin excepción han sido remozadas (sospecho que sus precios andarán por las nubes) y en el solar donde mi tío y yo cazábamos ratas con una escopeta de aire comprimido se levanta hoy una casa de hechuras modernas, cuya mera existencia me ofende. Y así sucede con todo, o casi, pues el paredón del convento del Pozo Santo poco o nada ha cambiado desde el principio de los tiempos, y lo mismo puede decirse del suelo de baldosas hexagonales, que sigue siendo el mismo suelo mugriento y desparejo por el que rodaban los bocoyes del almacén de mi abuelo. En cuanto a los personajes llamados a poblar este breve paisaje, hay que advertir que hace ya muchos años que no se ven prostitutas en las esquinas, ni viejos verdes, ni yonquis chutándose en los zaguanes, lo cual, ciertamente, le he restado al barrio gran parte de su encanto. El ambiente en el que transcurrió mi infancia -medieval y underground a un mismo tiempo- era otro bien distinto al de ahora, en el que vecinos de clase media arribados de la periferia conviven con estudiantes con rastas y barbitas y pacíficos turistas. Pero la calle Atienza, conocida durante siglos como calle de la Coneja, ha sido desde siempre "una calle de putas y mala gente", como me dijo en cierta ocasión mi amigo Valerio sin saber qué íntima cuerda pulsaba en mí, y algo de aquel malevaje todavía pervive en esta sombría y tortuosa calle que parece pensada y puesta ahí para lo turbio; de manera que los viernes por la noche, cuando recorro la calle camino del Marcelo y me topo con grupitos de muchachos y muchachas esquivos que beben directamente de la botella sin apartar la vista un segundo de la pantalla del teléfono móvil, me da por pensar que estas criaturas inofensivas son, sin saberlo ellos, los modestos y bien adaptados sucesores de aquellos drogatas y navajeros de los setenta y de aquellas mujeronas que en invierno sacaban a la calle el brasero de cisco para calentarse las carnes. Son, en cierto modo, los continuadores de una tradición tan sevillana como las procesiones de Semana Santa y los bares de tapas: la tradición de lo clandestino, de lo que tiene que ocultarse para subsistir... la que desde tiempos inmemoriales corre por esta ciudad como un río subterráneo bajo las calles inflamadas de guiris y capillitas y gente conocida que se alegra siempre tanto, tanto de verte.