miércoles, 27 de enero de 2010

LE BASTA SU AFÁN

En el despacho hago inventario de las pequeñas amarguras y de los minúsculos éxitos de los últimos días. La desconfianza del cliente atrae la mala suerte (pienso ahora en la agria conversación telefónica que tuve ayer con X), y es muy posible que, por culpa de su propia desconfianza, el cliente pierda el pleito. Otras veces, el optimismo no siempre fundado del cliente lo conduce como una exhalación a la victoria, aun a pesar del escepticismo (generalmente bien fundado) del abogado. El éxito o el fracaso vienen casi siempre precedidos de un determinado estado de ánimo que propicia lo uno o lo otro.
Y los éxitos: asuntos nuevos que despiertan mi interés; sobres que contienen razonables cantidades dinero (los billetes, tersos y fragantes, parecen recién salidos de la imprenta). Pero todo esto, pequeñas amarguras, modestos éxitos, se da en medio de un estado de indefinición que me impide realizar predicciones a medio plazo; estado de indefinición, como yo lo llamo, que parece destinado a perpetuarse y al que para mi tranquilidad ya me he acostumbrado, hasta el punto de que he hecho mío el hermoso lema del Nuevo Testamento: a cada día le basta su afán.

sábado, 23 de enero de 2010

PORTE-BOUTEILLES

Mi primera idea fue escribir la siguiente nota: "A los amantes del ready-made les interesará saber que en la bodega Díaz Salazar, de Sevilla, hay una copia más o menos cabal (el original está pintado de blanco, la copia de negro) del famoso Botellero de Marcel Duchamp." A continuación vendrían una fotografía del Porte-bouteilles y otra de la bodega Díaz Salazar con el botellero al fondo, en el soberado (el botellero apenas se distingue, pero está), y asunto concluido.
Pero he aquí que, trasteando en la red, averiguo que el botellero original, de 1914, se perdió en una mudanza (al parecer la hermana de Duchamp lo tiró a la basura) y nadie sabe qué fue de él. De manera que nada nos impide pensar que... Bueno, bueno...
Pero la posibilidad está ahí, ¿o no? Y a mí me basta, en tanto que alguien no la refute con documentos y argumentos contundentes (estoy seguro de que nadie se tomará tantas molestias) con esa bella posibilidad.

domingo, 17 de enero de 2010

UN ENCUENTRO

Nos saludamos de acera a acera (hacía frío, serían las diez de la mañana, para él demasiado temprano y para mí un poco tarde); fue él quien cruzó la calle para estrecharme la mano, y mientras nos apretábamos las manos (la mía helada, la suya áspera y tibia) y nos decíamos las palabras que suelen decirse en estos casos, cuando dos conocidos se reencuentran después de muchos meses, años tal vez, de no tener noticias el uno del otro, me fijé, nadie habría dejado de hacerlo, en la esclerótica de color amarillo y en las patillas recortadas en forma de hacha, esclerótica amarilla que me hizo pensar en una posible hepatitis y patillas (magníficas patillas) que me hicieron sentir, lo reconozco, un poquito de envidia, pues siempre he querido tener unas patillas como las de Elvis. Le pregunté adónde iba y él me dijo que al juzgado (no me sorprendí, la verdad), tenía que presentarse allí cada quince días mientras durara el proceso, amenazas a un agente de la autoridad, según deduje de sus prolijas y no pedidas explicaciones. "Alguien dijo que yo llevaba un cuchillo, pero ¿dónde está el cuchillo? Allí no había ningún cuchillo, nadie pudo ver un cuchillo." Yo le dije que no se preocupara, que sin antecedentes (recalqué las palabras sin antecedentes) no iría a la cárcel por aquello. A mí la cárcel no me preocupa, dijo alegremente, como si no quisiera otra cosa en la vida que verse encerrado. El abogado de oficio, al parecer, también opinaba que no iría a la cárcel. Si tuviera dinero, habría ido a hablar contigo, dijo como excusándose, pero ahora estoy parado. Y sin solución de continuidad, añadió: voy a ser papá. Le di la enhorabuena, ¿qué otra cosa podía hacer? Luego me dijo el nombre del abogado (no lo conozco) y que el bebé nacería en agosto. Me ofrecí a ayudarlo en lo que estuviera en mi mano, una manera de decir que no podía hacer nada o que no estaba dispuesto a hacer nada por él, y él me dio las gracias. Sentí que la conversación estaba a punto de acabarse, así que le pregunté por su hermano, mi amigo A; por guardar las formas o porque realmente me interesaba saber qué era de mi amigo A, no podía dejar de preguntarle por su hermano. Mal, dijo él entonces, y su tono de voz, antes alegre y despreocupado, realmente alegre y despreocupado a pesar de los problemas (proceso judicial, pobreza, paternidad inminente, posible enfermedad hepática, aunque tenía en general un aspecto de lo más saludable), se volvió lastimero; y no era del todo una comedia aquel cambio de tono, no, no era una comedia, pero tampoco vi verdadera pesadumbre. Mal, mal. Apenas sale de casa, no tiene trabajo, tampoco lo busca. Mal. Vaya, dije yo sin saber qué decir. Me di cuenta de que ninguno de los dos quería hablar de aquello. No sigas por ahí, me dije. Sonríe, mira el reloj y excúsate, vuelve a estrecharle la mano, deja que pueda recuperar su buen humor y que se marche. Durante un segundo se me pasó por la cabeza la idea de ir a ver a mi amigo, de telefonearlo al menos. Si es que seguía teniendo teléfono. A su hermano no iba a preguntárselo, pensé que eso de alguna manera me comprometería. Así que no dije nada más que hasta luego, y cada cual se fue a lo suyo.

miércoles, 13 de enero de 2010

sábado, 9 de enero de 2010

DESCUBRIMIENTO (FRAGMENTADO) DE ONETTI

[...] luego vinieron los sobrinos y en una sola tarde arramplaron con todo lo que pudiera tener algún valor. [...] unos días y entramos furtivamente en el piso a ver qué pillábamos, aunque poca cosa [...] tenía una copia de la llave que [...] de polvo, el olor a vieja y a tumba profanada, pero, por favor, no hagamos literatura. [...] Caminábamos de puntillas para no [...] En un taquillón medio lisiado encontramos decenas de fotografías de Gary Cooper (no exagero, decenas) y las casetes de El Puma que la difunta solía poner a todo volumen para soñarse en brazos del galán venezolano y de paso torturar un poquito a sus vecinos; también algunos ejemplares de la colección RTV, y entre ellos El astillero de Juan Carlos Onetti, escritor del que entonces sólo conocía el nombre y gracias. A la luz de la linterna leí el primer párrafo:

"Hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alquien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días, página discutida y apasionante -aunque ya casi olvidada- de nuestra historia ciudadana. Pocos lo oyeron y es seguro que el mismo Larsen, enfermo entonces por la derrota, escoltado por la policía, olvidó en seguida la frase, renunció a toda esperanza que se vinculara con su regreso a nosotros."

-Esto es bueno -dije, y [...] Ya en casa, con mi parte del botín, continué leyendo:

"De todos modos, cinco años después de la clausura de aquella anécdota, Larsen bajó una mañana en la parada de los omnibuses que llegan de Colón, puso un momento la valija en el suelo para estirar hacia los nudillos los puños de seda de la camisa, y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia.
Tomó el aperitivo en el mostrador del Berna, persiguiendo calmoso los ojos del patrón hasta obtener un silencioso reconocimiento. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas a cuadros de los camioneros. (Ahora éstos disputaban al ferrocarril las cargas hasta El Rosario y los pueblos litorales del norte; parecían haber sido paridos así, robustos, veinteañeros, gritones y sin pasado, junto con el camino de macadam inaugurado unos meses atrás.) Se cambió después a una mesa próxima a la puerta y a la ventana para tomar el café con gotas."

-Muy bueno -y seguí, cómo no seguir leyendo:

"Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel mediodía de fines de otoño. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero frente a cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa del reencuentro. Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz, acodado en la mesa, el cigarrillo en la boca, paralelo a la humedad de la avenida Artigas, mirando las caras que entraban, sin otro propósito que la contabilidad sentimental de lealtades y desvíos; registrando unas y otros con la misma fácil, breve sonrisa, con las contracciones involuntarias de la boca."

Traté de reconstruir el hilo, la sucesión de hechos que me había conducido a aquella maravilla: el deseo de la anciana, cuando todavía no era anciana, de ampliar su cultura o al menos adornar su biblioteca, la muerte de la anciana treinta años después, el desdén de los sobrinos por todo lo que no fuera convertible en dinero, la posesión de una copia de la llave del piso, mi osadía juvenil, aunque ya no era tan joven, pasaba de los treinta [...]

"Pagó el almuerzo, con la exagerada propina de siempre, reconquistó su pieza en la pensión de encima del Berna y después de la siesta, más verdadero, menos notable por haberse aliviado de la valija, se puso a recorrer Santa María, pesado, taconeando sin oírse, paseando ante la gente y puertas y vidrieras de comercios su aire de forastero incurioso. Caminó sobre los cuatro costados y las dos diagonales de la plaza como si estuviera resolviendo el problema de ir desde A hasta B, empleando todos los senderos y sin pisar sus pasos anteriores; fue y volvió frente a la verja negra, recién pintada, de la iglesia; entró en la botica que seguía siendo de Barthé —más lento que nunca, más característico, más alerta— para pesarse, comprar jabón y dentífrico, contemplar como a la imprevista foto de un amigo el cartel que anunciaba: «El farmacéutico estará ausente hasta las 17»".

Y había que leerlo precisamente en ese ejemplar de El astillero, en aquellas páginas decrépitas, no por el paso del tiempo, parecían haber sido paridos así aquellos libros de la colección RTV, viejos, amarillentos, manchados de moho y con olor a humedad, ya desde la imprenta.

"Insinuó después una excursión a los alrededores, fue bajando, aumentando el balanceo del cuerpo, tres o cuatro de las cuadras que llevan a la convergencia del camino de la costa con el que va a la Colonia, por la descuidada calle en cuyo final está la casita con balcones celestes, alquilada ahora por Morentz, el dentista. Lo vieron más tarde cerca del molino de Redondo, con los zapatos hundidos en el pasto mojado, fumando contra un árbol; golpeó las manos en la granja de Mantero, compró un vaso de leche y pan, no contestó directamente a las preguntas de los que trataron de ubicarlo («estaba triste, envejecido y con ganas de pelear; mostraba el dinero como si tuviéramos miedo de que se fuera sin pagarnos»). Llegó, probablemente, a perderse durante unas horas en la Colonia, y reapareció, a las siete y media de la tarde, en el mostrador del bar del Plaza, que no había visitado nunca cuando vivió en Santa María. Estuvo repitiendo allí, hasta la noche, las farsas de agresión y curiosidad que atribuyeron a su estada del mediodía en el Berna. Disputó benévolo con el barman —con una tácita, mantenida alusión al tema que llevaba cinco años de enterrado— acerca de fórmulas de cócteles, del tamaño de los pedazos de hielo, del largo de las cucharas de revolver. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró al doctor Díaz Grey y no quiso saludarlo. Pagó esta otra cuenta, empujó sobre el mostrador la propina y fue bajándose con seguridad y torpeza del taburete, fue caminando por la tira de linóleo, balanceándose con el premeditado compás, corto y ancho, seguro de que la verdad, aunque marchita, iba naciendo de los golpes de sus zapatos y se transfería al aire, a los demás, con insolencia, con sencillez.
Salió del hotel y es seguro que cruzó la plaza para dormir en la habitación del Berna. Pero ningún habitante de la ciudad recuerda haberlo visto nuevamente antes de que se cumplieran quince días de su regreso. Entonces, era un domingo, todos lo vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus —única, idiota, soltera— pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos."

(Y burla burlando, he colado aquí el primer capítulo de la novela. Después de leerlo pueden suceder varias cosas: a) usted ya conocía, en cuyo caso, relectura; b) usted no conocía y es usted inteligente y sensible y jamás perdería el tiempo leyendo un libro de, pongamos por caso, Carlos Zafón, en cuyo caso busca y lee de un tirón, con asombro y gratitud crecientes, El astillero y todo cuanto escribió Onetti, y nunca me estará suficientemente agradecido por haberlo iniciado en los misterios de Santa María; c) usted no conocía, y aunque es inteligente y sensible no ha sentido esta vez el impacto de la superior maestría de Onetti, en cuyo caso dese tiempo, dese una oportunidad más adelante, créame y vuelva a intentarlo, la literatura -y usted ama la literatura, no le quepa duda- le deparará pocos placeres como el placer de leer a Onetti. Eso sí, no me pida prestado mi ejemplar de El astillero de la colección RTV, porque ni pienso.)