martes, 28 de febrero de 2012

Es amarga la verdad

Una vez el asunto se desmadró por completo y los dos amigos acabaron durmiendo en el calabozo. En la comisaría Tulio quiso hacer valer su condición de noble (había heredado de su padre el título de barón, además de una colección de monedas antiguas que acabó malvendiendo a un pintoresco individuo que se hacía llamar el Cónsul, pero esa es otra historia) para exigir entre hipidos y balbuceos su inmediata liberación así como la de su amigo Luis Carlos, que si bien no tenía título nobiliario alguno, al menos era de buena familia. Pero la policía no se dejó impresionar así como así. Los borrachos suelen inventar toda clase de historias, debieron de pensar los agentes que media hora antes los habían detenido por alteración del orden público y vandalismo; y además ¿dónde está escrito que un barón y su distinguido acompañante no puedan acabar entre rejas como cualquier hijo de vecino? Pasaron, pues, la noche en el calabozo, riendo por lo bajinis, rememorando viejas historias y por último durmiendo la borrachera fraternalmente abrazados bajo la manta que les había proporcionado el carcelero, un hombre de paciencia infinita, según contaron días después en el bar entre copas y más risas. A la mañana siguiente los pusieron a disposición judicial. Luis Carlos, después de declarar que no recordaba nada de lo sucedido —lo cual probablemente era cierto—, tomó la ley de enjuiciamiento criminal que estaba sobre la mesa y desplegando una sonrisa absolutamente cándida le pidió al juez que se la regalara. "Para instruirme de mis derechos", dijo. El juez quedó tan sorprendido que sólo acertó a decirle que no y que si quería instruirse le preguntara a su abogado allí presente. Tulio, por su parte, declaró que un policía había intentado dispararle. Aquello era una exageración, desde luego. La verdad era que el policía se asustó al ver a aquel borracho de casi dos metros de envergadura y ciento veinte kilos de músculo y grasa avanzando hacia él con una señal de tráfico en la mano, e instintivamente se llevó la mano a la culata de la pistola al tiempo que decía: "¡Quieto ahí, grandullón! ¡Ni un paso más, grandullón!" En el momento en que fueron detenidos Tulio y Luis Carlos jugaban a las procesiones, y la señal de tráfico —un juguete en manos de Tulio— hacía las veces de cruz de guía. Luis Carlos se desternillaba de risa rememorando la escena. Por lo visto le hacía mucha gracia la palabra `grandullón´ en boca de un policía acojonado.

En aquellos tiempos Luis Carlos tenía alrededor de cincuenta años y Tulio todavía no había cumplido los treinta. Luis Carlos es una de las personas más inteligentes, seductoras y divertidas que he conocido. El trabajo y las convenciones sociales le repugnan. En la época de la que hablo podía permitirse el lujo de vivir sin preocupaciones materiales gracias a la pensión que le pasaba su octogenario padre. Cuando éste murió, Luis Carlos heredó cierta cantidad de dinero —una suma insignificante si la comparamos con lo que heredaron sus hermanos— y se compró una finca en la sierra, cerca de Aracena. Allí se fue a vivir con dos mujeres, madre e hija, y durante un tiempo se dedicó a practicar el vegetarianismo y el amor libre. Hasta que se aburrió, dejó la finca al cuidado de sus amantes y regresó a la ciudad, solo y sin un duro, pero con la mejor presencia de ánimo.

Tulio fue boxeador profesional hasta que una lesión en el cuello lo apartó definitivamente del cuadrilátero. Tras abandonar el boxeo se vio obligado a ganarse la vida como portero de discoteca. Bebía, se metía en broncas, leía a Pavesse, filosofaba. A veces le acometían accesos de melancolía. Lo recuerdo una noche, en el bar, con la mirada hundida en el tablero de ajedrez —Tulio es un ajedrecista de talento— y diciendo con resignada tristeza: "Pobre, loco y sin gloria". Después fuimos a dar una vuelta por ahí en su coche. Tulio puso en el radiocasete una canción de Paco Ibáñez: Es amarga la verdad. Se sabía la letra de memoria y la cantaba a gritos mientras daba furiosos volantazos a izquierda y derecha.