jueves, 12 de noviembre de 2020

Cosmos

1. Tuve, para que no se diga, mi particular semaine de bonté en cierto pueblo de la costa, muy frecuentado por los amantes del langostino tigre y de los vinos generosos. Itinerario ascendente: playa, calzada, callejuelas, dos plazas muy coquetonas, empinadas cuestas y finalmente la mole color arena del castillo. Un discreto recreo para mis ojos, que ya andaban muy pero que muy cansados de posarse en las mismas archisabidas cosas de siempre. En fin, sin misterios: Sanlúcar de Barrameda, del ocho al quince de agosto. 2. Pero nos quedó un regusto a vacío, a tiempo hueco. El veraneo (de alguna manera habrá que llamarlo) nos dejó un poso de aburrimiento y tristeza que todavía no se ha diluido y que inexplicablemente no mitigan los trabajos ni los días. 3. Días que se gastan en trabajos, trabajos que dan sus frutos, frutos que amaso, que atesoro, como si uno fuera hijo de un ditero, en cajas de puros y otros escondrijos clásicos. A estas lúgubres miserias, Paulino, se ha reducido toda mi diversión en los últimos tiempos. 4. Doña Pandemia vino recientemente a visitarnos. No me tocó de lleno, o al menos eso he de creer por el momento, pero me ha dejado confinado en casa y aquí debo seguir hasta que pase la cuarentena. (Uno, en su ignorancia, creía que la cuarentena debía tener cuarenta días; pero no, solo son diez.) 5. Confinado, confinado... ¡Ah, las palabras! ¡Ah, los políticos y las palabras! La expresión "nueva normalidad" como ejemplo de la neolengua que se nos ha venido encima. Y mi favorita: "restricción de la movilidad nocturna", en vez del eufónico y evocador "toque de queda" de toda la vida. 6. Se nos entristece el alma cuando uno ya no puede ni fumarse un cigarrito en una esquina. 7. Ni apalancarse en la barra de un bar, ni dar bandazos por las calles a las tres de la madrugada. Ni nada de nada. 8. Y esta sensación de que en cualquier momento caerá el palo sobre el lomo. Estas inquietudes sin objeto visible, estos temblorcitos del corazón. 9. Y la cólera que, según mi observador hijo, se me dispara a las primeras de cambio. Las ganas de coger por el cuello al inquilino que no paga y además se niega a aceptar las cuentas que le presento, o al cliente díscolo que no sigue mi consejo, o a la carnicera del supermercado que se despide de mí con una sonrisa falsa y ese insoportable "buen día" tan desdichadamente de moda, o a ese tipo sabihondo que quiere saber  más que yo, y eso sí que no, de ninguna manera. Cóleras de ditero viejo son, de ditero soberbio y miserable. Bien lo sé. ¡Yo, que no era así en absoluto! Qué asco me da reconocerlo y no saber cómo ponerle remedio. 10. [...] 11. Mis sueños son cada vez más enrevesados y barrocos. Hago desfilar por ellos a todo el mundo, amigos y enemigos, vivos y muertos, y no hay escenario ni combinación de escenarios que rehúse. Compensan la monotonía de la vigilia. Y además, no hay que llevar mascarilla.

sábado, 27 de junio de 2020

Informe para una academia

Vuelven las idas y venidas a Santamaría Sur, de donde casi siempre regreso con algo jugoso que poner en el plato, quiero decir, en la cuenta corriente. Idas y venidas, coche o tren, la asfixiante y quizá inútil mascarilla antimuerte que solo me quito cuando estoy en la oficina. Me han adjudicado allí un despacho; por el momento, no me he atrevido a añadir ningún objeto personal a la parca colección de artículos de escritorio que alguien -un benefactor no identificado- ha dispuesto meticulosamente sobre la mesa. Todo está limpio. Todo es agradable. Creo que gozo de cierta consideración. Ya era hora.

Los casos: blanqueo de capitales / delito contra los trabajadores / concurso de acreedores / ítem más, algunas minucias poco o nada remuneradas que no hay más remedio que aceptar porque se trata de clientes importantes del Jefe o de favores particulares. Nada nuevo bajo el sol.

Vamos trabajando. Soy modesto y resolutivo. Llevo los asuntos al día. Soy simpático, educado, obsecuente. Me daría a mí mismo un beso si pudiera.

 El despacho de Sevilla hierve.

Duermo mal. Me dan las tantas escuchando en YouTube conferencias de Antonio Piñero. A veces tengo pesadillas de las que despierto dando un salto en la cama.

La otra noche me dormí escuchando una conferencia de Borges. Soñé que era su discípulo. Borges caminaba aferrado del brazo de María Kodama y los discípulos los rodeábamos. Borges disertaba acerca de la pesadilla. Decía: “Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare, que significa para nosotros la yegua de la noche.” Mientras Borges, el ciego, hablaba (su voz era la voz que yo escuchaba por los auriculares), los discípulos se entregaban a toda suerte de burlas y gestos obscenos. Excepto yo. Me quedé escandalizado.

Fumo. Me duele la espalda. Debería de perder algo de peso. Debería de caminar un poco al menos. Siento que voy haciéndome viejo y eso me disgusta. Increíblemente, tengo cincuentaidós tacos. Todos mis sueños y pesadillas me devuelven a esa incredulidad.

viernes, 5 de junio de 2020

El doble de Bobby Fischer (IV)

Pagué la cuenta y salimos a la calle. Luis Carlos se tambaleaba un poco. No habíamos bebido tanto, así que supuse que serían cosas de la edad. Dimos unos pasos en dirección a la calle José Gestoso y cuando llegamos a lo que alguna vez fue El Pavo Real, galerías comerciales, y hoy es no sé qué cosa moderna, Luis Carlos se detuvo en seco. Estuvo un rato mirándose las puntas de los zapatos -unos Castellano color corinto que me parecieron muy pijos-, cavilando o haciendo como que cavilaba. Luego arqueó las cejas, sonrió levísima, enigmáticamente, e inspiró haciendo mucho ruido... ¡Qué comediante!, pensé. Finalmente levantó la cara y me dijo: El otro día me miré al espejo... ¿y a quién crees que vi? A tu padre, le respondí sin dudarlo un segundo ("a Bobby Fischer", debería haberle dicho para ser consecuente con esta historia; pero entonces, o sea, ayer, o sea, cuando fuera, no tenía la menor idea de que algún día la escribiría). Luis Carlos asintió con la cabeza. Mi padre, sí, el muy hijo de puta... allí estaba, mirándome con cara de pasmado. Qué viejo estás, papá, pensé. Estuvimos un buen rato mirándonos a los ojos. Entonces, por decir algo, fui y le dije: Padre, yo te perdono. ¡Te perdono! Era tan sencillo como eso. Fue como si me quitara de encima una tonelada de mierda.

Y en fin... Me despedí de Luis Carlos allí mismo, frente al viejo rótulo del Pavo Real, un antiguo azulejo que los nuevos propietarios del inmueble se han visto obligados a indultar porque, supongo, así lo mandan las ordenanzas municipales. Le dije adiós, o hasta pronto, o cuídate. No lo recuerdo. Algo le dije y me fui a casa caminando despacito mientras me fumaba, casi sin ganas, el último cigarrillo del día.

Nos acercamos al final, y ya es hora de que se sepa que lo que aquí me cuento no ocurrió anoche, sino, no sé, hace tres o cuatro años por lo menos. Incluso puede que hayan transcurrido cinco o seis o siete años, vaya uno a saber, el tiempo pasa tan deprisa... No volví a ver a mi amigo. Luis Carlos murió hace... ¿un año, dos años? Me lo dijo Tulio en la misma barra de bar en la que Luis Carlos me había contado un buen pedazo de su vida para que yo, mucho, mucho tiempo después, me entretuviera escribiendo su historia (inventando un poco, rellenando algunos huecos y abriendo otros tantos). Y eso es lo que he hecho en estos días tontos de pandemia y confinamiento que, según dicen -aunque yo, escéptico por naturaleza, no acabo de creerlo-, cambiarán el mundo. Hecho está, y ya no hay vuelta atrás.

*  *  *

domingo, 10 de mayo de 2020

El doble de Bobby Fischer (III)

Cuando le llegan los días malos, Luis Carlos se encierra en sí mismo y no suelta una palabra como no sea para maldecir su suerte o para injuriar al primero que se le cruce por delante. Si por cualquier motivo te acercas a él en uno de esos días, te fulminará con la mirada y te mandará mudar a otra parte. Eso si le caes bien. Si no le caes bien puede ponerte de cabrón para arriba en un instante, sin importarle quién seas y sin pararse a averiguar tus intenciones, que no necesariamente tienen que ser malas. Lo recuerdo en el Dueñas, hace años de esto, soltando sin venir a cuento un aluvión de insultos y de increíbles obscenidades sobre el pobre de la Prida, cuyo único delito había sido sonreírle e invitarlo a una cerveza para tratar de levantarle el ánimo. Días después le pregunté por qué había tratado de aquella manera a de la Prida, un tipo que nunca se metía con nadie y que a nadie hacía daño, y me contestó que precisamente por eso lo había tratado así. ¡Porque es un pusilánime!, dijo a modo de conclusión. Así que cuando Luis Carlos está de malas lo mejor que puedes hacer es dejarlo en paz y esperar a que se le pase; tarde o temprano volverá a ser el simpático histrión que todos conocemos y que sabe hacerse querer por sus amigos. Anoche estaba en uno de sus mejores días, o al menos en una de sus mejores horas, y me dije que debía aprovecharlo, aprovecharlo bien, porque nunca se sabe... Todavía no había divorcio en España, siguió contándome, pero mi mujer y yo llegamos a una especie de apaño, un arreglito decente como se decía entonces. Para ella la casa y la niña y lo poco o mucho que hubiera logrado sisarme en los tres o cuatro años que habíamos vivido juntos, y para mí la felicidad de no tener que volver a verla. No es que yo no la quisiera. No era exactamente eso. Pero me quería más a mí mismo, hay que entenderlo. Durante un tiempo viví en casa de mi hermana, asilado allí como un refugiado político. Pasé una mala racha, puedes imaginártelo, y tal vez no me habría repuesto nunca de ella de no ser por mi cuñado. Aquel hijo de puta, con su sola e insoportable presencia, hizo que me pusiera en marcha otra vez. Así que, para ser justo, debería de estarle agradecido. Como yo no tenía un céntimo -en mi cuenta corriente solo había telarañas y lo poco que me dieron por el Dodge no tardó en volar en un par de noches de farra-, me  decidí a hacerle una visita al Gran Sátrapa. Era mi último remedio, y la cosa tenía sus riesgos. El Gran Sátrapa -así era como Luis Carlos llamaba a su padre- era el típico self-made man surgido del hambre y el miedo de la posguerra. Había tocado con éxito todos los registros al uso: estraperlo, préstamos con usura, negocios turbios y más turbios aún. Era un tipo listo y en poco tiempo se hizo con un capital curioso. A mediados de los cincuenta ya era propietario de tres casas de pisos, una pensión más o menos decente -que puso al cuidado de un paisano de confianza, veterano de la División Azul- y la mitad de las acciones de una fábrica de paraguas de Barcelona. Quiso que sus hijos recibieran una buena educación y a los tres les dio carrera para que pudieran abrirse camino en la vida sin necesidad de descender a esas cloacas que tan bien conocía él y en las que se movía como una serpiente. No hace falta decir aquí que Luis Carlos nunca mostró el menor deseo de ceñirse a los planes que le había trazado su padre. Ya desde chico le había dado más de un quebradero de cabeza, y el padre trató de enderezarlo -en vano- a fuerza de broncas y correazos y de colegios internos para niños descarriados (en donde nunca nadie aprendió nada bueno, dicho sea de paso). Fui a verlo, a ese sátrapa, dijo relamiéndose la espuma que le había dejado la cerveza en el bigote. A verlo fui, a postrarme ante él. Y con gran humildad, no del todo fingida, dicho sea en mi favor, logré convencerlo de que me admitiera de nuevo en el redil. No diré que logré engañarlo del todo; el sátrapa era demasiado listo, tenía muchos tiros dados y no se ablandaba así como así por mucho que uno representara ante él, aunque de manera más que convincente, creo yo, el papel del hijo pródigo y el de la mujer samaritana, los dos en uno. Pero el caso es que le saqué trescientas mil pesetas de la época, a cambio de la promesa, que naturalmente nunca cumplí, de retomar mi profesión y hacer las paces con mi esposa.

Se ve que te quería mucho tu padre, dije. No me contestó. Su único ojo útil se quedó mirando un punto entre la barra de zinc y la máquina del café. Una mente acostumbrada a los ritos tabernarios no tarda en descubrir esos signos sutiles que te dicen que ya es hora de ir pensando en pagar la cuenta y largarse a otro sitio (ese silencio raro y esas cabezas agachadas de los camareros, y esa atmósfera compacta, casi tangible, que se forma en el interior del bar minutos antes de que echen -hasta la mitad, como primer aviso- el cierre metálico...). Solo quedaban en el bar un par de bebedores solitarios, dos tipos anodinos que tal vez seguían allí, apalancados en la barra, por la única razón de que no querían irse a la cama sin haber oído el final de la historia. Luis Carlos se acariciaba su asilvestrada barba y sonreía. Sonreía, sí -¿por qué ese miedo a usar determinadas palabras?-, con melancólica dulzura. […]

domingo, 26 de abril de 2020

El doble de Bobby Fischer (II)

Con lo que gané haciendo carreteras, dijo, me compré un Dodge. Era un coche magnífico, el  mejor que uno podía conseguir en aquellos tiempos en España. Un día me subí al Dodge y me largué de casa. Así, sin más. Recorrí miles de kilómetros. En el Dodge dormía y comía cuando se terciaba y hacía el amor con mi acompañante, Mieke se llamaba, una jovencita holandesa que encontré no sabría decirte dónde. La muchacha andaba sola por el mundo haciendo autostop y le daba igual ir a un sitio u otro. Mieke hablaba español de una manera extravagante, sumamente cómica. Tuvimos grandes conversaciones en el Dodge mientras hacíamos kilómetros y kilómetros sin tener la menor idea de adónde nos dirigíamos. Cuando llegábamos a una gasolinera el empleado de turno tal vez esperaba que del Dodge se bajara un tipo con chaqueta y corbata y pinta de manejar mucha pasta, así que cuando me bajaba del coche con mis bermudas deshilachadas, mi larga melena desgreñada y mis sandalias, por no hablar del tercer ojo que Mieke me había dibujado en la frente con su lápiz de labios, el empleado se quedaba de una pieza, literalmente estupefacto. Aun así me trataba de usted y de señor. Seguramente debía pensar que nunca se sabe con quién estás tratando y que las apariencias engañan. Y además, la verdad sea dicha, siempre he tenido mucha clase. Aun mal vestido, aun sin un solo céntimo en el bolsillo, tengo clase, eso es incontestable. Yo asentí porque es completamente cierto: ya puede estar en las últimas, que Luis Carlos no perderá esos aires de gran señor que adquirió el mismo día de su nacimiento. Fueron unos tiempos alucinantes, prosiguió. Ningún remordimiento, que conste; indudablemente mi mujer y mi hija estaban mejor sin mí. Así que el Dodge, la carretera, la autostopista holandesa, los hoteles de lujo y los restaurantes caros en donde Luis Carlos siempre se las arreglaba para dar la nota de uno u otro modo. Y el dinero, el dinero que iba desapareciendo al ritmo enloquecido que le imponía mi amigo. Qué agradable resulta gastar dinero a manos llenas, dijo con evidente satisfacción, quien no lo ha probado no lo sabe. En el verano del setenta y siete -Luis Carlos lo recordaba con precisión porque fue justamente el año de las primeras elecciones generales después de la dictadura- y tras recorrer gran parte del país dejando tras de sí una estela de alegre desvergüenza y billetes de cinco mil pesetas grandes como sábanas, mi amigo y la holandesa arribaron a una comuna hippie en Los Caños de Meca. Era gente maravillosa que realmente sabía vivir, dijo, evocador. Había allí un tal John, un norteamericano grande y silencioso que al parecer era la bondad personificada. Él solo, con sus grandes manos, había levantado en la playa al pie de una loma un cobertizo en el que se apelotonaban entre diez y quince hippies. El número variaba, dijo Luis Carlos. Todo el mundo era allí bienvenido y nadie daba explicaciones cuando se iba, sencillamente se largaba y ya está. John y yo nos hicimos buenos amigos. Chapurreaba español y con pocas palabras me contó su vida. Tenía veintisiete años y había nacido en una comunidad amish de Pensilvania. Pero en su corazón, decía llevándose la mano al pecho, una mano enorme y un pecho a juego con aquella manaza, nunca se había sentido un verdadero amish. Él había nacido para flotar libre, decía, no para pasarse la vida leyendo la Biblia y reparando viejas carretas. John era, por lo demás, un excelente carpintero, lo que no es poca cosa cuando uno tiene que andar por ahí sin un techo que lo cobije. Como es natural, en la comuna practicaban el amor libre. No teníamos sentido de la propiedad, dijo Luis Carlos, así que de ninguna manera podíamos aceptar que alguien pudiera pertenecer a alguien. Mieke lo pilló enseguida y una tarde en que estaba yo bañándome en pelotas con unos hippies que acababan de llegar de Valencia, vi cómo Mieke y John se perdían detrás de unos matorrales agarrados de la mano y sin dejar de mirarse a los ojos. Me pareció bien. Me pareció de puta madre, claro que sí. El verano se estaba acabando y vinieron días de lluvia. El tinglado aquel en el que nos hacinábamos olía a marihuana rancia y a perros muertos, y además había goteras por todas partes. Había muy poco que hacer y me pasaba el día leyendo un libro que me había prestado John, no recuerdo cuál -te abrirá le mente, me había dicho al tiempo que se daba  golpecitos con el dedo en la coronilla-. Los valencianos no hacían más que tocar la guitarra y los bongos a todas horas; eran verdaderamente incansables, qué bestias. Un día me harté de tanta lluvia y tanta lectura y tanta cancioncita hippie. Sin despedirme de nadie, subí al Dodge y me fui al pueblo. El coche se lo vendí por un precio ridículo a un cateto que dio por sentado que me estaba tomando el pelo y haciendo el negocio de su vida. Recuerdo que firmé unos papeles en una gestoría que parecía una guarida de hampones, me guardé en el bolsillo los billetes que quisieron darme y caminé bajo la lluvia hasta la plaza donde me habían dicho que paraban los autobuses. Los de la gestoría debieron de pensar que yo estaba como una cabra. Deshacerme de un coche así para acabar cogiendo un autobús. Bueno, que pensaran lo que les diera la gana. A Sevilla y por aquellas carreteras del diablo tardé en llegar sus buenas cuatro horas. Todavía recuerdo la cara que puso mi hermana cuando abrió la puerta de su casa y me vio allí plantado con aquella horrible pinta de desarrapado que traía. Me miró de arriba abajo y me dijo: Pasa. Solo eso me dijo. Muy seca. El viaje en autobús me había puesto de un humor de perros y no estaba dispuesto a escuchar ningún sermón. Mi hermana no me sermoneó, aunque razones no le faltaban después de haber estado perdido por ahí durante casi tres meses en los que nadie había sabido nada de mí. Pero ella entendió enseguida. Mi hermana me conoce mejor que nadie, así que no me dijo nada más que "pasa", y yo pasé y me dejé caer en el sofá y de golpe sentí que se me desplomaba el mundo encima. El mundo con sus matrimonios y sus obligaciones y sus honorables familias, que tan fácilmente había logrado yo deshonrar. Esas cosas en las que yo me había metido de cabeza sin saber por qué. Ahora llegaba el tiempo de las explicaciones y de los grandes lamentos. Dime si no era para echarse a llorar, dijo, y se echó a reír. […]

jueves, 16 de abril de 2020

El doble de Bobby Fischer (I)

Era a principios de dos mil ocho y Bobby Fischer acababa de morir en un hospital de Reikiavik a los sesenta y cuatro años de edad. Había vivido, pues, tantos años como escaques tiene un tablero de ajedrez, y no hubo ni una sola nota necrológica de las miles que se escribieron para dar noticia de la muerte de Fischer que no se hiciera eco de esta estúpida coincidencia. Las fotografías de Fischer que en aquellos días publicó la prensa mostraban a un anciano vagabundo que en nada se parecía ya al joven y elegante neoyorquino que en plena guerra fría había logrado la hazaña de arrebatar a los soviéticos el título de campeón del mundo de ajedrez tras batir, en mil novecientos setenta y dos y precisamente en Reikiavik, al gran Boris Spassky. El Fischer que habría de morir pocos días después de ser fotografiado caminando como un sonámbulo por las calles de Reikiavik, el último Fischer por así decirlo, vestía ropas de clochard y lucía una exuberante y salvaje barba blanca. Su mirada era ya la de un loco de remate, una mirada desafiante, fiera, resentida y, por encima de todo, absolutamente ajena a las cosas de este mundo. Viendo aquellas fotografías, terribles para mí en cierto modo, pues, como es natural, no me agradaba ver al héroe de mi juventud convertido en poco menos que un espectro, tuve una repentina revelación: Luis Carlos, mi viejo y querido amigo Luis Carlos, era idéntico a Bobby Fischer. Me dije que había logrado parecerse a Fischer más que a cualquier otra persona, viva o muerta, se parecía a Fischer más que a sí mismo, y este hecho asombroso constituía, por así decirlo, el mayor logro ajedrecístico de mi amigo, gran aficionado al ajedrez él mismo. Me prometí entonces que la próxima vez que viera a Luis Carlos lo saludaría con un ensayado cada día te pareces más a Bobby Fischer. Frase que anoche, llegado al fin el momento propicio y tal vez irrepetible después de más de diez años de espera, no me decidí a pronunciar por pura y simple timidez.

Alguien me reveló hace años que Luis Carlos se había dedicado en su juventud al tráfico internacional de armas. No sé si mi interlocutor hablaba en serio o en broma, pero el caso es que anoche, después de bebernos un par de cervezas en la barra del bar donde nos habíamos encontrado por casualidad, le pedí a Luis Carlos que me consiguiera una pistola. Para qué quería yo una pistola no sabría decirlo, pues, hasta donde alcanzo, no quiero matarme ni matar a nadie. Lo cierto es que justamente anoche deseaba poseer una pistola más que ninguna otra cosa del mundo, no una pistola cualquiera, sino una Luger, una Luger precisamente y no otra, como le expliqué a Luis Carlos con vehemencia. Tras escuchar mi absurda petición con mucho interés -su rostro más rostro de Fischer que nunca-, Luis Carlos me dijo que él no trabajaba ese género. No trabajo ese género, esas fueron sus palabras exactas. Solo armas de destrucción masiva, añadió, y acto seguido soltó una potente carcajada que hizo volver la cara al camarero. También yo me reí. Si hemos de creer todo lo que dice de sí mismo, Luis Carlos ha leído millares de libros, ha viajado por todo el mundo, ha poseído centenares de mujeres, ha vencido al ajedrez a no pocos maestros, ha conocido por igual la riqueza y la pobreza, la dilapidación y el sable, y ha vivido innumerables aventuras de toda índole que no se cansa de contar una y otra vez; hasta qué punto exagera o se inventa sus propias historias es algo perfectamente irrelevante, creo yo. Anoche me contó que había estado en Shangai en los años setenta. Allí, según me dijo, se hospedaba en casa de un famoso y venerado y ya anciano maestro taoísta, junto con otros estudiantes llegados de todas partes. Muchos norteamericanos, dijo, algunos franceses, ningún español excepto yo. Una vez, el maestro lo invitó a cenar, honor que al parecer no dispensaba a cualquiera. Después de la cena sirvieron el té dos jóvenes discípulas de nacionalidad imprecisa que desaparecieron de la escena con el mismo sigilo con el que habían hecho su entrada. Mientras tomaban el té, Luis Carlos, que no había podido evitar echarle un vistazo a las muchachas, se atrevió a romper el silencio que había imperado durante toda la velada y con el mayor respeto dijo: Maestro, ¿me permite una pregunta? Y el maestro: Naturalmente, eres mi invitado. Y Luis Carlos: Maestro, a su edad, ¿todavía...? El maestro rompió a reír: ¡Por supuesto, hijo mío! ¡Y con las dos a la vez! Recuerdo que al concluir su anécdota los ojos de Luis Carlos brillaban, tiene un ojo medio cegado por las cataratas, pero aún así este ojo suyo, enfermo y ya irrecuperable, brillaba, relampagueaba, sería mejor decir. Noté entonces que Luis Carlos olía muy bien, un perfume caro, pensé, con el que compensaba en cierto modo la gastada cazadora de ante pasada de moda y los pantalones sucios, cuya suciedad era, con seguridad, incapaz de ver. He perdido la cuenta de las veces que me he arruinado, dijo en otro momento de nuestra conversación, que a esas alturas fluía agradablemente sin que uno tuviera que hacer el menor esfuerzo. El dinero va y viene, dijo, esa es su naturaleza, y no hay que hacer nada por retenerlo. He oído decir por ahí que Luis Carlos heredó de su padre una fortuna y que gracias a ello no ha tenido que trabajar un solo día de su vida. Pero esto no es del todo cierto. Sé, porque hace años me lo dijo él mismo y más tarde me lo corroboró un amigo común, que Luis Carlos estudió ingeniería de caminos y que en su juventud ganó una buena cantidad de dinero construyendo carreteras. Hizo entonces lo que se esperaba de un ingeniero español hijo de la burguesía franquista: se casó por todo lo alto con una joven de buena familia y casi simultáneamente engendró una heredera. Y al cumplir los treinta años, como impulsado por una fuerza invisible e irresistible, la fuerza del destino, que diría un cursi, abandonó su profesión, abandonó a su mujer y a su hijita y se fue a vivir a una comuna hippie. Éramos lactovegetarianos, me explicó. No simplemente vegetarianos. Tampoco ovovegetarianos, hay que entender las diferencias. […]

jueves, 9 de abril de 2020

Escrito en la oficina


"Otra cosa que tal vez debería mencionar es que gran parte de las cosas que escribí aquí las escribí en oficinas, las más de las veces en horario laboral, y hace unos meses se publicaron en un librito consecuentemente titulado Escrito en la oficina." 
Shenu y la aeroarquitectura


Difícil, aunque imagino que no imposible de adquirir por un extrachileno. Para que puedan comenzar sus pesquisas, ahí les dejo un enlace a la editorial Chancacazo.

martes, 14 de enero de 2020

En dios, en la patra y en todo lo demás

Hace tiempo que mi monótona vida se resiste tozudamente a proporcionarme material para estas notas. Sí, ya sé que Pessoa era capaz de extraer maravillas de cualquier nimiedad, de una modesta chocolatina, pongamos por caso, o de un estanco si a eso vamos. Pero yo no soy Pessoa, como ya aclaré en su momento, y de mis estancos y chocolatinas -que por supuesto los hay- poco es lo que yo puedo decir sin caer en los más remanidos tópicos, y en definitiva, sin hacer literatura. Y eso sí que no. De modo que mejor callar.

No obstante...

Hablábamos en el Marcelo, medio en serio, medio en broma, de la inminente exhumación de Franco, tema de conversación recurrente en las tertulias de toda Hispania en aquellos remotos días de finales de 2019. En un momento dado dije -en un tono que pretendía ser irónico, pero que tal vez sonó, ahora que lo pienso, a otra cosa bien distinta- que falangistas, requetés y carlistas deberían de olvidar por un día sus históricas diferencias y congregarse en el Valle de los Caídos para impedir a toda costa, con las armas si fuera preciso, tamaño ultraje a la memoria del Caudillo, si es que todavía quedaban hombres en nuestra bendita tierra. Estas fueron más o menos mis palabras (ni que decir tiene que había bebido un par de cervezas, incluso puede que tres o cuatro), las cuales pronuncié al parecer en voz demasiado alta, pues al cabo de unos segundos de una mesa próxima a la nuestra se levantó como un rayo un individuo que portaba algo en la mano, un trozo de plástico o de cartulina que me puso delante de los ojos al tiempo que decía con la voz quebrada por la emoción: "Disculpen que me entrometa, pero me ha parecido oír que estaban ustedes diciendo que ya no quedan carlistas -¡Nadie había dicho tal cosa! ¡Qué manera de enredarlo todo!- y quería sacarlos de su error." Me fijé entonces en que lo que el tipo sostenía en la mano era una especie de carnet en el que destacaba, entre sellos, firmas y florituras, el emblema carlista, sobradamente reconocible por todo aquel que, como un servidor, aprendió a leer en las ilustradas páginas de El Parvulito. Inmediatamente se me vino a la cabeza la célebre definición de carlista que dio Baroja en una de sus novelas: Animal de cresta colorada que habita en el monte y de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós! atacando al hombre. Pero, por suerte para todos, supe mantener la bocaza cerrada. Mis amigos, menos borrachos que yo, lograron calmar al carlista con buenas palabras... y como dijo aquel, el carlista fuese y no hubo nada.


Ahora las preguntas: ¿Qué demonios hacía un carlista en el Marcelo? ¿Qué demonios hace un carlista, así, sin más? ¿Tengo yo la facultad (el don) de hacer que aparezcan carlistas a mi alrededor con solo nombrarlos? Y visto lo visto ¿qué será lo próximo? ¿Un masón? ¿Un revolucionario del POUM? ¿El Sagrado Corazón de Jesús? ¿Estoy yo preparado para algo así? Y sobre todo, ¿por qué razón la gente -no toda la gente, aunque demasiada gente en verdad- le tiene tanto apego a estas peligrosas antiguallas? Etc.