martes, 14 de enero de 2020

En dios, en la patra y en todo lo demás

Hace tiempo que mi monótona vida se resiste tozudamente a proporcionarme material para estas notas. Sí, ya sé que Pessoa era capaz de extraer maravillas de cualquier nimiedad, de una modesta chocolatina, pongamos por caso, o de un estanco si a eso vamos. Pero yo no soy Pessoa, como ya aclaré en su momento, y de mis estancos y chocolatinas -que por supuesto los hay- poco es lo que yo puedo decir sin caer en los más remanidos tópicos, y en definitiva, sin hacer literatura. Y eso sí que no. De modo que mejor callar.

No obstante...

Hablábamos en el Marcelo, medio en serio, medio en broma, de la inminente exhumación de Franco, tema de conversación recurrente en las tertulias de toda Hispania en aquellos remotos días de finales de 2019. En un momento dado dije -en un tono que pretendía ser irónico, pero que tal vez sonó, ahora que lo pienso, a otra cosa bien distinta- que falangistas, requetés y carlistas deberían de olvidar por un día sus históricas diferencias y congregarse en el Valle de los Caídos para impedir a toda costa, con las armas si fuera preciso, tamaño ultraje a la memoria del Caudillo, si es que todavía quedaban hombres en nuestra bendita tierra. Estas fueron más o menos mis palabras (ni que decir tiene que había bebido un par de cervezas, incluso puede que tres o cuatro), las cuales pronuncié al parecer en voz demasiado alta, pues al cabo de unos segundos de una mesa próxima a la nuestra se levantó como un rayo un individuo que portaba algo en la mano, un trozo de plástico o de cartulina que me puso delante de los ojos al tiempo que decía con la voz quebrada por la emoción: "Disculpen que me entrometa, pero me ha parecido oír que estaban ustedes diciendo que ya no quedan carlistas -¡Nadie había dicho tal cosa! ¡Qué manera de enredarlo todo!- y quería sacarlos de su error." Me fijé entonces en que lo que el tipo sostenía en la mano era una especie de carnet en el que destacaba, entre sellos, firmas y florituras, el emblema carlista, sobradamente reconocible por todo aquel que, como un servidor, aprendió a leer en las ilustradas páginas de El Parvulito. Inmediatamente se me vino a la cabeza la célebre definición de carlista que dio Baroja en una de sus novelas: Animal de cresta colorada que habita en el monte y de vez en cuando baja al llano al grito de ¡rediós! atacando al hombre. Pero, por suerte para todos, supe mantener la bocaza cerrada. Mis amigos, menos borrachos que yo, lograron calmar al carlista con buenas palabras... y como dijo aquel, el carlista fuese y no hubo nada.


Ahora las preguntas: ¿Qué demonios hacía un carlista en el Marcelo? ¿Qué demonios hace un carlista, así, sin más? ¿Tengo yo la facultad (el don) de hacer que aparezcan carlistas a mi alrededor con solo nombrarlos? Y visto lo visto ¿qué será lo próximo? ¿Un masón? ¿Un revolucionario del POUM? ¿El Sagrado Corazón de Jesús? ¿Estoy yo preparado para algo así? Y sobre todo, ¿por qué razón la gente -no toda la gente, aunque demasiada gente en verdad- le tiene tanto apego a estas peligrosas antiguallas? Etc.

2 comentarios:

M. dijo...

Los especialistas coinciden en que padecemos de falta de relato. Por radio, que es como intento mantenerme al corriente del devenir del mundo, no les he escuchado desarrollar demasiado la idea. De todos modos uno puede comprender que esa falta de relato nos deja e una precaria situación y además nos vuelve propensos a la nostalgia de tiempos mejores ¡Y hasta de peores! Saludos amigo.

C. B. dijo...

Me quedo dándole vueltas a qué será eso de la falta de relato. Será que ya nadie se para a contarnos lo que pasa? O será que quienes tienen que contarnos lo que sea solo nos cuentan trolas para dejarnos contentos y aplaudiendo en el balcón? En internet encuentro cosas como "al gobierno le falta relato". O bien "a la derecha le falta relato". Y la mejor, sin duda: "No ha sido falta de relato, sino que la realidad se os ha impuesto al relato".

Cavilando me dejas. Un abrazo.