El sol de la tarde en la fachada del instituto San Isidoro.
Los libros.
El chocolate, que engorda, y el tabaco, que enferma.
Los bares de mi juventud, de los que apenas sobreviven tres o cuatro. El Dueñas, el Vizcaíno, la Rebotica, el Tremendo.
Contar dinero.
Pensar en lo agradable que sería dar un paseo por el campo o por la playa. Pensarlo y no hacerlo.
Soñar que voy en bicicleta.
El ajedrez.
Hablar de esto y de lo otro con alguien que sepa, sin pedantería, quién fue Tarkovski o Rulfo.
La bohemia a tragos cortos.
Posponer sine die el estudio de la lógica.
Los comics de ciencia ficción de los años setenta y ochenta.
Lo ruso. Los escritores rusos. Los cartelistas soviéticos. La arquitectura soviética. Etc.
Las miniaturas medievales.
La calle Atienza, de la que nunca he salido.
El bourbon. Jim Beam o en su defecto Four Roses.
El valor de los toreros.
La televisión en blanco y negro.
Reencontrarme después de muchos años con algún amigo de la infancia y comprobar con alegría que seguimos siendo niños.
La canción Never Marry a Railroad Man y la mujer que la canta.
Los juguetes mecánicos antiguos.
La moda masculina de mediados del siglo XIX.
Imaginar que soy William Faulkner, pero no a todas horas.
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