Cuando yo era yo y no el que soy ahora ‒que es indudablemente otro, alguien de quien, sin exagerar, apenas sé nada‒ disponía en abundancia de eso que con más o menos acierto suele llamarse «tiempo libre». ¿En qué se me iba aquel tiempo que ocupaba casi la totalidad de mi tiempo y que me permitía ser, bajo cualquier circunstancia, yo mismo? Básicamente en nada. Nada, porque nada era pasarse la vida en los bares o leyendo novelas. O jugando, ay, al ajedrez. Tiempo que se me iba en puras ensoñaciones y quimeras y también en imaginarias angustias, sin que de mi ser ‒mi verdadero ser, como con toda claridad veo ahora, ahora que paradójicamente soy otro‒ brotara el menor sentimiento de pérdida o de culpa. Tiempo cuasi feliz pasado en Babia y sin sombra de remordimientos. Y no fueron pocos años, que quede claro.
¿Tuvo sentido aquel tiempo ocioso que bien pude haber empleado en hacer algo de provecho, como por ejemplo, opositar a notarías? A esta pregunta debe responderse que nunca el tiempo es perdido, y que, en efecto, aquel tiempo mío, más mío que ningún otro, tuvo sentido. Porque aquel tiempo era LA VIDA, y la vida, nihilismos al margen, algún sentido ha de tener. Fui dichoso a ratos y a ratos no tanto. El resto es gelatina.
A aquel tiempo pertenecen los días gastados en deambular de acá para allá sin nada sólido en la cabeza y las tardes gastadas en sofá, tabaco y lecturas –las noches eran confusas y preferiría no tener que hablar de ellas–. De aquel tiempo son los amores contrariados y los amores felices, las obsesiones eróticas y las suaves complacencias. A él también pertenecen los torpes experimentos de escritura. A mi manera, fui fabulista:
Me has vencido ‒dijo la liebre‒. Pero mira que sólo tienes esto: tu lenta alegría de tortuga. [circa 1994]
También me las di de dadaísta –siempre me han atraído los cachivaches antiguos–, de parodista –aquellos poemas del Cante Tonto que no reproduciré aquí, así me amenacen con una pistola–, de poeta bolchevique y, naturalmente, de autor maudit. Pero ante todo fui –y en cierto modo sigo siendo, y este blog es prueba de ello– diarista. Desde los siete años hasta bien pasada la cuarentena fui llenando cuadernos, libretas y vistosos álbumes con las banalidades que me sucedían y las ocurrencias que me inspiraban tales banalidades. La humanidad puede prescindir alegremente de estos diarios míos, pero yo no. Son para mí la prueba, las piezas de convicción, por así decirlo, de mi existencia, y me demuestran que, en líneas generales, también hubo un tiempo para mí. Abrir al azar una de esas libretas con tapas de hule (mis preferidas durante una época bastante turbia), reconocer con un agradable sobresalto la microscópica caligrafía de mis veintitantos años, leer, por ejemplo, la entrada del 7 de agosto de 1989 (contemplación de una muchacha que toma el sol en la playa / copa de ginebra en El Cubanito, al atardecer, «la playa refulgiendo como un pollo recién asado»), y revivir de golpe, con absoluta nitidez, como si uno hubiera retrocedido en el tiempo, los acontecimientos y sensaciones de aquel día tan perfectamente insustancial, por otra parte, como cualquier otro. Esto no podría sucederme de no ser por mis diarios –y solo puede sucederme a mí, pues la experiencia es incomunicable–. ¿Las fotografías? Son engañosas, por ineptas y por pretenciosas, las fotografías. Mi consejo a los jóvenes con vocación de futuros ancianos nostálgicos es que abandonen la costumbre de fotografiar hamburguesas y de hacerse estúpidos selfis y comiencen cuanto antes a llevar un diario.
Una anotación de abril de 1990 comunica al lector (yo) mi decisión de dejarme crecer las patillas. Otra anotación, octubre de 1988, narra mis tribulaciones de perro faldero enamorado de una pérfida mujercita, personaje que aparecerá de manera harto recurrente hasta bien entrado el año 92. Los meses de octubre y noviembre de 1986 hubieron de inspirarme varios relatos de corte inequívocamente kafkiano: El entomólogo, Una visita nocturna y Relojes de Praga. Sépase además que el 19 de septiembre de 1993 una tortuga de mediano tamaño se cayó desde el balcón de un segundo piso de la plaza Ponce de León, con el consiguiente revuelo entre los transeúntes. La mañana del 20 de febrero de 1996, en la calle Sales y Ferré, una mujer me pide dinero para comprarse un periódico (precisamente un periódico). Se dirige a mí en un tono humilde y lastimero, pero en cuanto ha obtenido su óbolo se vuelve arrogante. 4 de marzo de 1998: el reflejo de mi rostro entrevisto fugazmente en la luna de un escaparate me deja consternado. El 7 de diciembre de 1990, en Granada, un más que satisfactorio encuentro erótico con una desconocida. Agradecido y galante, le regalo la cadena de plata que llevo al cuello. Al despedirnos la desconocida me advierte: no vayas a enamorarte de mí. A lo que yo le respondo chulescamente que no será el caso.
Así podríamos seguir un buen rato, pero no quiero abrumar. De muestra vale un botón. La ociosidad da para mucho, y bien mirado, es más nutritiva para el espíritu que las tediosas horas de oficina y los pleitos de este picapleitos que aquí, por no tener hoy nada mejor que hacer, se cuenta sus cosas.
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