Los viajes a Santamaría Sur, el carril, la flama, la casa grande pintada de amarillo en la que cada viernes, alrededor del mediodía, me hacía recibir por el hombrecito calvo y tímido que meses atrás me había contratado quién sabe con qué esperanzas o propósito oculto. Enseguida subíamos a la oficina (pulcra, agradablemente impersonal) y durante un rato hablábamos del calor excesivo y de las dificultades de toda índole con las que a diario tropiezan, tropezamos los hombres honrados, diligentes padres de familia sin mácula en el expediente. Tales preámbulos nunca se extendían más allá de lo preciso, y el hombrecito no tardaba en abrir el cajón y poner sobre la mesa un fajo de billetes que yo me guardaba rápidamente y como quien no quiere la cosa en el bolsillo del pantalón. No contaba el dinero porque entre caballeros contar dinero y aun hablar de dinero se considera de mal gusto. Aunque después, ya en el coche, antes de arrancar, medio asfixiado por el calor y sudando como un bellaco, sacaba los billetes y los contaba dos y hasta tres veces.
Certifico que nunca faltó ni sobró nada.
Esa felicidad duró, como estaba previsto, cinco semanas. En ese tiempo junté una más que aceptable cantidad de dinero, la justa para llegar al otoño sin las consabidas agonías. Y además, para sorpresa de todos, incluido yo mismo, dejé de fumar. Exactamente un mes después de cumplir los cuarentaicinco me ganó el miedo al cáncer y a sus floridos horrores. Adiós al tabaco. Ahora espero ser, cuando menos, eterno.
La inusual abundancia de dinero y la falta de nicotina han tenido la culpa de que no haya sido capaz, hasta este momento, de escribir cuatro letras. Por último, me pregunto por qué en vez de imitar a Onetti no me limito simple y honradamente a citarlo:
Otras alegrías me llegaban cuando vencía la torpeza creciente y lograba agregar nuevas páginas a estos apuntes.