Los monstruosos errores que hemos cometido, la negligencia, la miopía, nuestra proverbial desidia, las oportunidades desaprovechadas, la falta de ambición e instinto, el camino equivocado que ya es imposible desandar. Y a pesar de todo, la vida marcha; todavía seguimos en pie. ¿No es asombroso? Hay algo hermoso y digno en esto de seguir de pie. Pero también hay mucho de inercia y de empecinamiento y de no saber hacer otra cosa a estas alturas de la vida. Mucho de burro viejo sostenido por sus cuatro patas sin que su voluntad tenga demasiado que ver en el asunto... Bah, todo esto que digo no es más que pura palabrería y lugares comunes. Podría refutarme punto por punto. No me lo tomen en cuenta.
El caso es que un buen día Tulio se rapó la cabeza y se largó a Francia en busca de, por así decirlo, calor doméstico (tiene allí una hermana, sobrinos). No diré que lo echo de menos. Con Tulio a prudente distancia (unos mil kilómetros, calculo) las noches son menos peligrosas; repentinamente los bares se han vuelto lugares seguros, agradables, en los que nadie acaba con la nariz rota o brutalmente injuriado o inmerso en absurdas e inacabables discusiones filosóficas. Está bien que Tulio se airee de vez en cuando. Todo el mundo –él antes que nadie– lo agradece. Ya volverá, seguro. Cuando le crezca el pelo.
¿Qué tiene que ver la fuga de Tulio con mis tristes cavilaciones? Nada, creo yo. Y sin embargo...
3 comentarios:
...y el pelo sigue creciendo como si nada. Bueno, si tu padre no es calvo. Las peluquerías son más tristes que un domingo. A mi me corta el pelo mi mujer. Anuncia ruina, lo sé por mi abuela, pero su arte lo vale: hace cortes invisibles (me despido a la francesa).
El sillón de la peluquería fue para mí durante muchos años mi particular potro de tortura. El peluquero jamás acertaba con el corte de pelo que yo quería, y mis tímidas y dubitativas indicaciones, pronunciadas en voz casi inaudible, se las pasaba por el forro. Pero eso era antes; ya he aprendido a convivir con mi espesa cabellera, y por fin soy feliz.
Me despido a la buena de Dios.
He acabado aquí por casualidad. Me sorprende tu descripción y tu forma de escribir.
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