1. Finalmente Tulio ha regresado de su exilio francés al cabo de seis meses de ausencia. Luce ahora un bonito corte de pelo con raya al lado y unas modernas gafas de pasta. Corte de pelo y gafas me hacen pensar que ha debido de conseguir dinero en alguna parte. Nos hemos citado en el bar de siempre, y nada más saludarme me ha hecho saber que ha alquilado una casa en cierto pueblo de la sierra en donde quiere establecerse para siempre –o sea, hasta que se harte–. Por de pronto, ocupa su tiempo dando clases de ajedrez a unos muchachos del pueblo y leyendo. (De los gustos literarios de Tulio: alterna la literatura apocalíptica con la novela cursi; es capaz de derramar lágrimas con María y de alcanzar el paroxismo con el Inferno de Strindberg, libro que en mala hora le presté hace años.) Después de conversar por espacio de una hora, Tulio se ha despedido de mí con una frase que me ha resultado un tanto chocante: "Parece mentira que todavía no me conozcas".
2. Ajedrez insectil. Sustituir las torres por escarabajos, los caballos por saltamontes y los alfiles por gusanos de seda (¿gusanos de seda?). La dama será una mantis religiosa y el rey una mariposa emperador. Los peones serán, naturalmente, hormigas guerreras. Imaginar todo esto me cansa y me repugna, pero no puedo evitarlo.
3. Obligado a visitar la exposición de pintura de un conocido mío al que temí desairar si no correspondía a su amable –o, según se mire, insidiosa– invitación. Los cuadros eran malos sin discusión posible, lo cual no constituía obstáculo alguno para que el pintor se deshiciera en elogios hacia su propia obra. Nos deteníamos delante de un cuadro y el tipo me decía: "Aquí he usado la técnica de tal o cual acuarelista, verdaderamente difícil de lograr"; o bien: "Me disgustaría mucho desprenderme de este óleo, trabajé en él durante semanas"; y también: "Estaba obsesionado por captar esa luz tan especial que refleja el agua del río a cierta hora de la tarde. Puede decirse que lo he conseguido, ¿no te parece?". Yo me sentía mal, avergonzado, incómodo. A duras penas podía
contener mi sarcasmo, que tantos disgustos me ha proporcionado a lo largo de mi vida. Así que me limitaba a asentir con la cabeza y a expresar mi forzada admiración con cautela, procurando no caer en la adulación, no fuera a ser que el artista se oliera algo (quienes dan tanta importancia a lo que hacen suelen ser muy suspicaces) y se ofendiera. Al pie de cada cuadro había un cartelito con una cifra. Los precios me parecieron aún más escandalosos que las pinturas. Mientras miraba los precios y oía perorar a mi conocido, yo me decía para mis adentros: "Si yo hubiera pintado este cuadro, lo habría tirado inmediatamente a la basura; sin embargo, este pobre hombre cree que ha creado una obra maestra y se complace en mostrársela al mundo. Luego, el mundo, o sea, la docena de conocidos que hemos venido aquí de puro compromiso, no sabrá ver su genialidad y él se sentirá incomprendido y humillado." Un panorama deprimente. No obstante, me quedé todavía un buen rato en la sala de exposiciones; alabé un cuadrito, el que me pareció el menos malo de todos, bebí la copa de vino que me ofreció el pintor y charlé con un par de conocidos a los que no veía desde hacía mucho tiempo. Pero sin ganas y deseando largarme de allí.
4. Cuando al fin me decidí a marcharme de la exposición, se ofreció a acompañarme un tal de la Prida, un tipo al que conozco desde hace muchos años y con el que nunca he podido congeniar, no sé bien por qué, tal vez porque es un hombre triste y tímido que solo dice cosas aburridas. Salimos juntos a la calle y comenzamos a caminar en silencio. Ya había anochecido, lloviznaba y ninguno de los dos llevaba paraguas. Al llegar a la plaza del Museo recordé que mi acompañante era aficionado a pintar, y con un deje de malicia que no supe reprimir le pregunté:
–¿Qué te han parecido los cuadros?
–Bueno... Ángel ha mejorado mucho. Le pone empeño. Se nota que ha estudiado.
Me fastidiaba que no se atreviera a decirme sencillamente lo que pensaba, lo que pensábamos los dos: que aquellos cuadros no valían nada y que el tal Ángel haría mejor dedicándose a otra cosa. Al mismo tiempo era consciente de que tampoco yo me atrevía a decir lo que para todo el mundo debía de ser una verdad evidente, y eso también me fastidiaba.
–Sigues pintando tú, ¿no? –le dije.
–Sí. Pero es difícil vivir de la pintura.
"Aquí todo el mundo se cree un artista", pensé. Era muy posible que de la Prida sintiera celos de Ángel; al fin y al cabo, no se sabe cómo, había logrado montar una exposición.
Llegamos a la plaza del Duque y allí nos despedimos con un húmedo apretón de manos.
5. Anoche soñé que jugaba al ajedrez. El tablero estaba partido por la mitad y yo me veía obligado a sostener en el aire una de las dos mitades mientras mi adversario pensaba su jugada. Las piezas eran figuras grotescas, delirantes.
Como no lograba hacerme una idea de la posición, llegué a la conclusión de que estaba perdido y de que no merecía la pena continuar la partida. Antes de rendirme, sin embargo, quería ver qué jugada hacía mi rival. Tenía los brazos terriblemente cansados y me sentía a punto de desfallecer. Entonces, inesperadamente, mi adversario levantó la vista de su mitad del tablero y me ofreció tablas.
No recuerdo haber tenido en mucho tiempo un sueño tan agradable.