lunes, 5 de julio de 2021

Estancos

 Ay, los estancos... Los estancos y los estanqueros y estanqueras de los estancos que hay en un radio de ‒sin equivocarme demasiado‒ quinientos metros, tomando mi domicilio como centro de este imaginario círculo vicioso (del vicio de fumar). Saco cuentas de cabeza y me salen cinco estancos: el de la calle Jesús del Gran Poder, el de Trajano, el de Amor de Dios, el de El Corte Inglés, el de San Eloy... Esos estanqueros y estanqueras, que me ven entrar en el estanco y antes de que yo abra la boca ya están poniendo un paquete de Luckies sobre el mostrador (son buenos profesionales, los estanqueros; conocen bien su oficio). Que los estanqueros me recuerden y conozcan mis gustos es algo que me halaga y me preocupa. ¿Soy popular entre los del gremio de estanqueros? Esto me halagaría mucho. Tonta vanidad, como la que produce el que lo saluden a uno por su nombre los camareros del Dueñas o el conserje del colegio de abogados; tonta, tonta vanidad, no hay más que decir... ¿Y tanto fumo? Esto, naturalmente, me preocupa. No demasiado, porque me resulta difícil tomar conciencia, pero lo que se dice tomar conciencia de verdad, de la inmanente fragilidad de cualquier salud, en particular de la mía. La enfermedad, ya sea propia o ajena, siempre me coge por sorpresa, y ahí se puede ver claramente que en el fondo sigo siendo un niño.

En esto de los estancos soy de una infidelidad absoluta. Nada me costaría acudir siempre al mismo estanco; por cercanía y antigüedad, el de la calle Jesús del Gran Poder sería, por derecho propio, “mi estanco”. Pero algo me lo impide. Solo para dar un pequeño paseo o por pura novelería, desdeño el estanco de toda la vida y me acerco hasta el nuevo estanco de la calle Trajano, con sus revistas y souvenirs y otros artículos que nada tienen que ver con el fumar, con su estanquera gorda y chabacana que se toma conmigo demasiadas confianzas (me llama “hijo”, aunque casi podría ser su padre, si es que yo hubiera podido engendrar algo así). La gorda (caigo ahora en la cuenta de que nunca he visto su rostro, siempre oculto tras la mascarilla) me alcanza un paquete de Luckies sin mediar palabra, y yo acerco la tarjeta de crédito a como quiera que se llame ese cacharro que lee las tarjetas de crédito. 4,45.

 ‒¿OK? ‒digo.

‒ Todo bien, hijo ‒me dice la estanquera resollando un poco.

Los estancos...

1 comentario:

M. dijo...

Pienso que la fidelidad siempre debería ser excepcional. Por lo demás, me gustaría contarte que siempre fumé Phillip Morris por precio y reputación. Ahora ya no los fabrican acá y, en su remplazo, las tabacaleras se decantaron por unos Marlboro bajo presupuesto, malos y que se los fuma el viento. Entonces estoy en Luckies comprados en cualquier parte al igual que tú. Te mando un abrazo. P.D.: Lamento la redundancia, pero te escribí al Libro de las caras por un asunto de moderada importancia.