jueves, 12 de marzo de 2009

TENGO MAL CUERPO

Verdaderamente uno ya no es el que era, aquel jovencito capaz de beberse tropecientas cervezas y levantarse al día siguiente más o menos en forma (aunque hay que decir en honor a la verdad que nunca tuve lo que se dice un gran saque y que ese "más o menos en forma" hay que traducirlo por amnesia -a veces era incapaz de recordar dónde había aparcado el coche la noche anterior- y temblores en brazos y piernas). Digo esto porque anoche salí con Carlos G. a celebrar su cuadragésimo segunda vuelta de tiovivo y me bastaron cuatro cervezas, cuatro, para acabar hecho un guiñapo. No digo que estuviera borracho. Borracho no, pero me he pasado el día entero con resaca y no he podido hacer nada a derechas. Ahora mismo, y ya son las siete de la tarde, todavía me duele la nuca y no puedo hacer movimientos bruscos de cabeza sin ver las estrellas. De modo que voy a telefonear a Enrique para decirle que ya nos veremos otro día, que no tengo el cuerpo para tabernas. Por fortuna no hay casi nada que hacer en el despacho, y lo que hay que hacer puede esperar.
De los excesos e imprudencias que se cometen en la juventud: me acuerdo ahora de aquella vez que fui con Angelito a la feria de Lora del Río y acabé borracho perdido y en ese estado conduje hasta Sevilla, adonde llegamos milagrosamente sanos y salvos (se ve que el pajarito mandón aún no había decidido finiquitarme) a eso de las seis de la mañana. Al final de la carretera de Carmona tuve que detenerme para vomitar. Salí del coche dando tumbos y apoyé las manos en la tapia de una fábrica, comencé a largar y entonces unos perros se me vinieron encima, ladrando y corriendo desde el fondo del patio. La verja era lo suficientemente alta como para no sentirme amenazado, pero aquellos dientes y aquellas babas y aquellos ojos brillando a la luz de la luna (o de las farolas, no hay que perder la ocasión de despoetizar la realidad) no se me van a olvidar mientras viva.

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