Cuando tomó conciencia de que sus hermanos lo habían estafado, se compró una pistola (no me dijo dónde ni cómo) y después se bebió de un tirón una botella de aguardiente para infundirse valor -él, que apenas probaba el alcohol y que fue un tímido durante toda su vida. Borracho perdido, dando traspiés y maldiciendo a su propia sangre, anduvo sin rumbo por calles y arrabales (la pistola en el bolsillo de la chaqueta de hilo, golpeándole el costado a cada paso) bajo el insoportable sol de julio. A la mañana siguiente despertó tirado entre las matas de tomate de la huerta que había sido de su abuelo y de su padre y ahora era de sus hermanos; la tierra sobre la que, pasados los años de guerra y miseria, se levantaría una populosa barriada. La cabeza le dolía terriblemente y le temblaba todo el cuerpo. No recordaba cómo había llegado hasta allí, y la pistola no aparecía por ninguna parte. No obstante, sabía que no era un fratricida. Se sacudió el polvo que cubría sus ropas y tomó el camino que conducía a casa. Aplazó indefinidamente su venganza; e hizo bien, en mi opinión.
Esta historia me la contó mi tío Rafael pocos meses antes de morir. A mi tío aprendí a quererlo después de muerto, y es una pena que así haya sido, porque creo que él me quería de verdad y yo tal vez no supe corresponderle.
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