jueves, 23 de julio de 2009

MATEMÁTICAS

De golpe caigo en la cuenta de que todavía no he aprobado las matemáticas, y eso que llevo años ejerciendo mi profesión como si tal cosa. Sé que en alguna parte hay una placa de metal que lleva mi nombre, que me he puesto la toga de abogado muchas veces, pero nada de eso me tranquiliza, antes al contrario: me angustio y me digo que he debido de cometer algún fraude del que pronto tendré que rendir cuentas ante la justicia. Entonces el pánico, las prisas, matricularme —¡qué remedio!— y asistir a clase junto a compañeros desconocidos y silenciosamente hostiles que se niegan a pasarme sus apuntes y me relegan a una solitaria banca al fondo del aula convenientemente enorme y tétrica; tomar apuntes en unos folios amarillentos que he encontrado en el cajón de mi pupitre entre bolígrafos mordisqueados, renegridos trozos de goma de borrar y los restos fosilizados de un bocadillo de salchichón; comprobar con horror que me tiembla el pulso y no puedo seguir al profesor que habla vertiginosamente de cosas incomprensibles (las palabras binomio, integrales, álgebra me saltan a la cara como tigres dispuestos a devorarme). De mi mano sale una caligrafía lenta e infantil, temblorosa, insegura. Al cabo de un rato desisto de seguir tomando apuntes; total, no entiendo nada de lo que, con gran aparato de diagramas y fórmulas que van ocupando rápidamente la superficie de la pizarra, explica el profesor, un viejo casi enano y mal vestido con cara de tener muy mala leche. Levanto la vista de mis folios garabateados y miro a mi alrededor los rostros infinitamente aplicados de mis condiscípulos, quienes asienten gravemente con la cabeza como si entendieran sin el menor esfuerzo todo ese galimatías de ecuaciones y principios matemáticos, a la par que toman apuntes a toda velocidad. Como un tonto desamparado dejo que mi mirada vague de un rostro a otro y a otro, hasta arribar sin yo pretenderlo en el rostro tieso y avinagrado del profesor que abruptamente se calla y clava su mirada homicida en mis pobres ojos asustados, tira la tiza sobre la mesa y comienza a avanzar hacia mí, caminando con malvada lentitud entre las filas de alumnos. Finalmente llega hasta mi mesa, la más apartada de todas, y se planta frente a mí a un palmo de mi nariz, obligándome a respirar el tufo a tabaco y sudor que exhala su traje odiosamente marrón. Mi cabeza se dobla dolorosamente hacia atrás para poder ver ese rostro apretado y ofendido hasta el alma. Durante unos segundos permanecemos así, el profesor parado frente a mí y yo mirándolo en una postura incomodísima, humillante. Hay un silencio de muerte, súbitamente el profesor agarra de un manotazo el papel que tengo sobre mi mesa, lo levanta y lo exhibe ante toda la clase como si fuera la cosa más ridícula del mundo, mis absurdos apuntes, para que los demás alumnos lo vean y rompan a reír a carcajadas entre convulsiones y gestos obscenos que el profesor inexplicablemente tolera y hasta promueve. Es entonces, en mitad de tanto escándalo y tanto escarnio, cuando me cruza la mente una visión de mi despacho, veo mi título de licenciado colgando triunfal de una de las paredes, veo la firma del rector, mi propia firma, los sellos oficiales, los timbres, y de repente todo está claro, perfectamente claro, siento un alivio tremendo y poco me importan ya las risas estúpidas de esos niñatos, la sonrisita burlona del maestro, pobre viejo. Mi título (legítimo, inatacable) me hace invulnerable. Levantándome como un rayo de la banca, echo a correr en calzoncillos hacia mi cama, sobre la que despierto.

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