Las paredes abofadas del despacho son mi melancólico e involuntario homenaje a Andrei Tarkovski. Desde luego, preferiría no verlas así. Mi lirismo no llega a tanto.
La lluvia en exceso me repugna. Las ropas húmedas, los zapatos mojados, los charcos de agua sucia... todo eso me da asco. Debería escampar de una vez por todas. Días de lluvia... Aprendí a conducir en días como estos. Me acuerdo del olor a perro mojado del viejo 131 de mi padre. El volante pringoso, el parabrisas empañado y perlado de gotas de agua y los limpiaparabrisas haciendo frap-frap, frap-frap. Y el nudo en el estómago cada vez que tenía que aparcar aquel transatlántico. Pitad, cabrones. No veía nada con aquel morro inmenso y aquellos cristales empañados. Y cómo pesaba la dirección, tenías que agarrar el volante así y tirar con toda el alma. Y los de detrás venga pitar. Sí, llovía, llovía mucho cada vez que cogía el 131 de mi padre aquel invierno de 1987. ¡Qué mierda de lluvia!
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