El tipo hablaba y hablaba. Y yo lo escuchaba, lo escuchaba con gran atención, me bebía sus palabras, como suele decirse. Con el torso recto y las manos sobre la mesa y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado como he visto hacer a los indios cuando quieren mostrarse respetuosos y pacientes: así estuve durante una hora, ¡tal vez dos!, escuchando, escuchando. Escuchando a aquel tipo y mirándole los dientes. Los dientes blanqueados y un poco torcidos hacia dentro que tanto le gustaba enseñar mientras hablaba.
¿Y de qué hablaba, si puede saberse?
¿Que de qué hablaba? ¡Pues de sí mismo, naturalmente! Y lo hacía sin modestia alguna y con mucho desparpajo, sin escatimarse elogios, cosa que siempre me produce un poco de vergüenza ajena. Yo, yo, yo, decía. Siempre él, él, él, y a su lado lo excelente. ¡Nada de mediocridades! Excelentes colegios, excelente universidad, excelentes relaciones, excelentes empleos. Me hizo un bonito resumen de su biografía. No había desperdiciado un solo segundo de su vida. Había llevado los negocios familiares, ejercido la abogacía, salvado empresas de la ruina, enriquecido patrimonios, dado conferencias aquí y allá, dirigido campos de golf, clubes náuticos, navieras, volado incesantemente de Sevilla a Madrid, de Madrid a Barcelona y de Barcelona a Bruxelas (los ojos se le iban al techo cuando evocaba con melancólica ternura las horas muertas que había pasado en los aeropuertos leyendo a John Grisham o estudiando mercadotecnia). Uno quedaba agotado sólo con oírle contar todo aquello. Aquella agitación, aquel frenesí que no se permitía un sólo día improductivo. Al hombre le daba pánico estarse quieto. Había hecho dinero, ¿por qué ocultarlo?, una pequeña fortuna que había invertido en inmuebles y...
Y entonces ¿qué coño hacía allí, en una triste oficina de pueblo, hablando con un don nadie?
-Es una suerte, una verdadera suerte para nosotros haberte conocido -le dije (¡ah, qué zalamero puedo llegar a ser cuando quiero!); intuía que aquel hombre deseaba desesperadamente ser admirado (era su manera de sentirse querido) y nada me costaba darle ese gusto-. Pero, en fin... Esta es una empresa modesta... No sé de qué modo...
-Todo aquello se acabó hace dos años -dijo abruptamente. Ahora debo tomarme las cosas con calma. Sólo proyectos sencillos -la palabra proyecto era una de sus favoritas; aquel tipo no trabajaba, proyectaba-, ya no puedo permitirme... Mi médico...
Entonces me explicó cómo aquella luminosa sucesión de éxitos había acabado por deshacerse, a los cuarenta y cinco años, en dos anginas de pecho y la subsiguiente paga de la seguridad social. La rueda lo había lanzado afuera y el tipo se había estampado contra el suelo. La rueda. Sí, la rueda. Me contó una anécdota acerca de la rueda, una anécdota que puede recordarse con facilidad porque en ella aparecen un amor de juventud, un viaje en tren, un anciano sabio y, cómo no, la rueda. Resumo: el hombre había tenido a los veintipocos años una novia que vivía en Madrid a la que iba a ver en tren cuando, cosa rara, disponía de un par de días libres. En uno de aquellos viajes en tren se sentó a su lado un señor mayor que resultó ser don Fulanito ("tú habrás oído hablar de él", me dijo; "cómo no", le dije yo), un importante abogado, según me explicó, que trabajaba para no sé cuantas empresas y que se pasaba la vida yendo de consejo de administración en consejo de administración. En el largo viaje en tren el viejo tiburón le contó muchas cosas, pero lo que al tipo se le quedó grabado para siempre en la cabeza fue aquello de la rueda. "A la rueda puedes subirte o no, pero lo que nunca podrás hacer es marcarle el paso a la rueda". Eso le dijo el viejo, camino de Madrid, y eso fue lo que él guardó para siempre en su cabeza. Es la rueda la que te marca el paso a ti, me decía levantando el dedo y enseñando los dientes con amargura. La rueda, la rueda te marca el paso. Y tú podrás aguantarlo. O no.
Así que la rueda. Bien.
-¿Y de qué manera querrías colaborar con nosotros? -dije yo exagerando la prudencia, sabiendo que nada bueno podía esperarse de un tipo quemado que sólo aguardaba la menor oportunidad de volver a encaramarse a la dichosa rueda, aunque le costara la salud. Tenía mono de rueda, aquel hombre.
Entonces sacó de un maletín que traía consigo un ordenador portátil y me mostró una presentación, como suele decirse, de la empresa para la que trabajo (con sus más y sus menos, con sus luces y sus sombras, dicho sea de paso), una presentación que había hecho sin que nadie se la hubiera pedido, en su casa, para entretenerse, dijo, una especie de obsequio: cielos anaranjados en los que flotaba el logotipo de la empresa, relucientes paneles fotovoltaicos, niños corriendo por el campo, las palabras renovable, sostenible, compromiso, calidad, bailando de un lado a otro de la pantalla y subrayadas en amarillo "para imprimirles vigor", decía. "Muy bien, muy bonito", decía yo. Y también: "ajá, ujú, hum", para hacerle ver cuánto me gustaba su presentación, lo bonita que era y lo bien hecha que estaba aquella presentación que cualquier niño de doce años habría podido hacer en media hora recortando fotos y pegándolas aquí y allá, a la buena de Dios. "Compromiso y calidad, ajá", decía yo muy serio, muy en mi papel. Y el hombre iba explicándome, como si no se diera cuenta de nada, ni del bochorno que yo sentía ni de lo absurdo y deprimente que era todo aquello, ni del poquito de compasión que a esas alturas había empezado a sentir por él, los arcanos que al parecer se escondían detrás de aquellas simplezas de escolar.
Acabada aquella confusión de palabras danzantes y cielos tétricos (¿por qué cielos anaranjados en vez del límpido y clásico cielo azul?), el hombre cerró el portátil, no muy seguro del efecto que aquello había producido en mí. Por primera vez lo vi dubitativo, un poco cortado. Era mi oportunidad. Le tendí la mano, le mostré los dientes (también yo sé hacerlo llegado el caso) y le dije que había sido un placer conocerlo, que no debía haberse tomado tantas molestias, etcétera. Lo acompañé hasta la puerta de la oficina.
Este va a volver, me dije. No sé para qué; ni él mismo lo sabe. ¡Pero la rueda, ay, la rueda! ¿Quién se resigna a no subirse más a la rueda?
1 comentario:
Deprimente. De lo bueno que es, no sé si me explico.
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