martes, 25 de mayo de 2010

Once primos

Tengo once primos.
El primero es, sencillamente, un hombre sin voluntad. ¡Saber lo que se quiere y lanzarse sobre ello! ¡Apuntar y disparar! Ahí hay un camino para la felicidad que siempre le estará vedado a mi primo.
El segundo desconoce su verdadero tamaño. No sabe medir el espacio que ocupa. A veces se comporta como si llenara el universo entero; se planta en mitad de la habitación, despliega los brazos y se lanza a perorar con una voz tan poderosa y avasalladora que uno no puede sino asentir en silencio, un tanto intimidado, a todo cuanto dice, aunque en el fondo no diga más que disparates; otras veces, en cambio, se sienta en un rincón del sofá y allí permanece encogido y mudo durante horas, como si se sintiera a punto de desaparecer. Tal es su naturaleza, y nosotros hemos aprendido a quererlo así.
El tercero tiende a dar la razón a todo el mundo sólo por no discutir. Detesta y rehúye las disputas. La sola idea de luchar por algo lo pone al borde del colapso nervioso. Es una criatura pacífica y apocada de la que realmente no se puede esperar gran cosa.
El cuarto es un gran adulador. Adula, no porque persiga algún beneficio material, es la persona más desinteresada que conozco, sino para desarmar a su interlocutor y volverlo inofensivo. Tal estrategia le ha permitido granjearse muchas simpatías, pero a mí su conducta me parece detestable. Sobre todo, porque no saca verdadero provecho de ella.
El quinto es muy inteligente y culto y, a su manera, una persona encantadora; todos nosotros le augurábamos un gran porvenir. No obstante, carece de instinto asesino. Le disgusta matar y prefiere sacrificarse antes que sacrificar a alguien en su provecho. Suelo decirle, para picarlo, que nunca llegará a nada en la vida, pero él se sonríe y agacha la cabeza, como si quisiera darme a entender que precisamente eso es lo que espera de la vida: no llegar a nada, ser pura nada. Veo en esto una fatídica consecuencia de su inteligencia superior.
El sexto es extraordinariamente vago. No trabaja, no hace absolutamente nada, a sus cuarenta años aún vive de sus padres sin que por ello dé muestras de sentir remordimientos. Es, por decirlo sin rodeos, la vergüenza de la familia. Pero la verdad es que me cae bien, tal vez porque encarna mejor que cualquiera de nosotros el verdadero espíritu familiar. Por otra parte, es el más atractivo de todos mis primos, y si algún día se lo propone, no le faltará una mujer que lo mantenga.
El séptimo es muy orgulloso. Tanto, que preferiría morirse de hambre antes que pedirnos un favor, por insignificante que fuera. Se díría que no quiere deberle nada a nadie. Nunca toma nada que no pueda devolvernos duplicado. Además es rencoroso en grado superlativo. Jamás olvida una afrenta, aunque se guarda muy bien de decirlo. Es un hombre de trato difícil al que hay que dejar en paz.
El octavo es obsequioso de una manera enfermiza. De este defecto no son pocos los que sacan provecho. Vive rodeado de vampiros que le chupan la sangre y que tarde o temprano lo llevarán a la ruina. Cuando esto suceda, nosotros, sus primos, no le daremos de lado; de eso puede estar seguro.
El noveno es tan frágil y pobre de espíritu que la más leve brisa puede tumbarlo. Un comentario desfavorable, una broma ligeramente malintencionada, una pequeña humillación o un mal gesto pueden hacerle perder el sueño y sumirlo en un estado febril. Definitivamente, no ha nacido para soportar los golpes de la vida.
La tendencia al exhibicionismo sentimental de mi décimo primo me resulta repulsiva. Tan pronto se pone a llorar a gritos como rompe a reír a carcajadas sin control alguno, o bien te pega la boca al oído para hacerte una confidencia inoportuna, una fea costumbre que me enerva. Cada cierto tiempo nos reúne en su casa con la única intención de contarnos con todo detalle sus intimidades, sus aventuras eróticas, sus deseos, sus angustias, sus miserias. En tales ocasiones no es raro que se me enrojezca la cara de vergüenza ajena y acabe por abandonar la reunión con cualquier excusa.
Mi undécimo primo ama al dinero sobre todas las cosas. Sin embargo, no tiene el menor talento para hacer dinero, lo cual es muy lamentable. La cosa puede resumirse así: él ama al dinero, pero el dinero no lo ama. Vive en la miseria, inmerso en sueños de riqueza y abundancia e ideando con maniática perseverancia fabulosos proyectos que, según dice, lo harán rico de la noche a la mañana. Pero cada vez que emprende un negocio se puede tener la certeza de que el asunto acabará mal. Lo siento por sus hijos, que terminarán pagando los delirios y la incapacidad de su padre.
Estos son mis once primos.

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