sábado, 25 de septiembre de 2010

En el juzgado

Una vez más mi camino se cruza con el del abogado gordo, ese que cada vez que se topa conmigo en los pasillos me pone una mano en el hombro y me llama compañero para tratar de llevarme a su terreno (ciertamente le convendría tenerme como aliado en este asunto, pero no le daré ese gusto). A pesar de que el tipo me repugna (se ve a la legua que es un embaucador y un arribista), enseguida me dejo envolver por su parloteo, y no hago ni digo nada para dejarle claro de una buena vez por todas que de ninguna manera estoy dispuesto a entrar en su juego. Mi pasividad, mi incapacidad para darle a entender que hasta aquí hemos llegado, me irritan conmigo mismo. Es uno de esos tipos que me desarman desde el primer contacto. Me hipnotiza con sus palabras huecas, con su desenvoltura, con sus risitas desvergonzadas, con su desmesurado volumen corporal. Me achica, en una palabra. Nada que hacer.

Mientras el gordo me toma del brazo, puedo sentir en la nuca las miradas hostiles del abogado de la defensa, mi adversario, por así decirlo. Cejas negras y gruesas, como trazadas con un pedazo de carbón, que contrastan violentamente con el pelo encanecido; rasgos infantiles todavía en su cara. Evidentemente es de los que se toman como algo personal los asuntos de sus clientes. No comprende que todo es juego, puro teatro. Me desagrada su manera de mascar chicle; no soporto la visión de sus labios apretados y del movimiento de sus mandíbulas. Prefiero mirar la cara del gordo.

Luego, en el despacho de la jueza de instrucción. Los abogados (el gordo, el del chicle, yo) nos sentamos alrededor del hombre que va a ser interrogado. Éste trata de disimular sus nervios cruzando las piernas y apoyando las manos en las rodillas, pero puedo ver cómo el corazón le late con fuerza debajo de la camisa. La jueza comienza a hacerle preguntas en el habitual tono desabrido e intimidatorio. El hombre lo niega todo. Se nota que se tiene bien aprendido el guión, aunque tal vez se ciñe al mismo con excesiva rigidez. Bastaría un empujoncito, me digo, una pregunta inesperada para sacarlo de sus casillas. Ese trabajo debería hacerlo el abogado de la defensa, pero, pese a que lo intenta una y otra vez, no acierta con la pregunta adecuada. El interrogado logra zafarse. No obstante, queda flotando en el aire la impresión de que ha mentido.

Ya en la escalera, le oigo decir al hombre:
-Salgamos a la calle. Necesito fumar.

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