Mi proyecto de vivir como un salvaje sin salir de casa se vio truncado por una visita de urgencia al dentista. Tuve que ducharme, afeitarme (adiós a mi barba de náufrago), ponerme pantalones (hasta entonces me habían bastado y aun sobrado unos simples calzoncillos), etc., todo eso para ofrecer un aspecto civilizado bajo la fresa. Volví, pues, al punto cero del salvajismo, y casi simultáneamente me deshice de un buen puñado de rublos que hicieron aún más rico a mi dentista. Estos hechos ocurrieron a principios de agosto, en la que podríamos llamar fase quimérica de las vacaciones. Los anoto ahora, en otoño, porque justo ahora me entró la nostalgia de vaya usted a saber qué.
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