El hombre iba conduciendo un Impala del setentaiuno por la carretera del desierto de Sonora. Fumaba con el codo apoyado en la ventanilla abierta y llevaba puestas unas Ray-Ban de aviador que debían de haberle costado lo suyo. Era lo que se dice un gran tipo, con una gran facha y un gran coche, atravesando un gran desierto.
Pero toda esa gloria no era más que puro camelo. De repente el Impala fue un Seat 131 de cuarta o quinta mano, y las Ray-Ban, unas Royo-Bom que compré hace años por dos perras gordas a un vendedor ambulante en un chiringuito de Sanlúcar. Como ya habrán adivinado, el tipo no era un gran tipo, sino yo mismo. La carretera era una carretera comarcal de las de toda la vida, y a unos cien metros por delante de mí había un cartel que decía: venta La Tonta, mosto a granel. En vez del imponente desierto americano, campos sembrados de mustios girasoles y alguna que otra cabra suelta triscando por ahí. Eso sí, en el 131 hacía un calor de cojones.
―Entre un Chevrolet Impala y un Seat 131 hay sin duda grandes diferencias ―dijo entonces el maestro Zhuang, y añadió con mucha guasa―: A esto llaman mutación de las cosas.
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