Visito por primera vez la iglesia de San Luis de los Franceses. Opulencia y teatralidad jesuíticas. Infinidad de reliquias, además, con una marcada preferencia por los huesos: tibias, costillas, fémures, mandíbulas... e incluso el cráneo completo de vaya usted a saber quién. Hay relicarios por todas partes. Alrededor de cada hueso, el artista -llamémoslo así- ha dispuesto florecillas secas y pequeñas conchas, y a veces, también, perlas y piedras preciosas. Todo con maniática simetría. Un trabajo digno de Leatherface.
Luego descendemos a la cripta. Según el guía ya no quedan aquí restos humanos, los cuales fueron exhumados durante la reciente restauración de la iglesia. Por lo demás, el guía confirma mi suposición de que el patio que se atisba a través de los tragaluces de la cripta es justamente el patio de recreo del colegio La Salle, donde cursé párvulos. Muchas veces, siendo niño, me asomé a estos ventanucos sin alcanzar a ver nada salvo una densa oscuridad. Casi medio siglo después, me ha sido dado ver desde el otro lado (que hoy es, para mí, este lado, es decir, el lado de la cripta) lo que mis ojos no pudieron ver entonces.
Del patio del colegio llega ahora un rumor de voces infantiles. En cualquier momento, me digo, podría asomarse al tragaluz la cabeza de un niño. Un niño lasaliano, por supuesto.
¡Ah, qué deliciosos espantos nos reserva la vida!
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