Me acuerdo ahora del Kempes. El Kempes, que no se llamaba Kempes sino, un poner, Manolo, Manuel García Fernández, por decir algo, aquí no quiero dar nombres. El Kempes era futbolero y capillita y un chaval espabilado y más bien sobrado de kilos. Pero buena gente, el Kempes.
Vivía el Kempes, cosa curiosa, en un torreón (sus padres eran los guardeses del palacio de no sé qué marqués o conde), en una habitación ni chica ni grande que el Kempes había decorado a su gusto empapelándola de arriba abajo con estampas de vírgenes y de cristos y fotos de armaos de la Macarena. Tenía además un radiocasete que su padre le había traído de Ceuta y en ese radiocasete escuchaba una y mil veces, hasta sabérselas de memoria, las tropecientas cintas piráticas de marchas de Semana Santa que se había ido comprando en el Jueves con los dinerillos que ganaba haciendo mandados. Subías tú a su cuarto y el Kempes te decía que cogieras una cinta, la que tú quieras, socio, yo no miro, dale palante y cuando te parezca la paras y le das al play... Sonaba entonces la marcha un segundo, pero lo que se dice un segundo, y el Kempes iba y te soltaba de un tirón: Santísimo Cristo de las Siete Palabras, de don Antonio Pantión Pérez, banda de Las Cigarreras, ponme otra cinta, socio... Así era el Kempes.
Al Kempes lo conocí en los campamentos de verano de los pinares de Mazagón. Dormíamos en la misma tienda de campaña el Kempes y yo y otros cuatro muchachos, y eso une, eso crea vínculos. ¿Qué edad tendríamos? Alrededor de catorce años, calculo. Y creo que calculo bien porque me acuerdo de una noche que...
Bueno, es un poquito largo. Lo cuento si no les parece mal.
Íbamos de marcha camino de la aldea del Rocío, las cosas que se le ocurrían al tío Pepito, que era el jefe de campamento, un cincuentón canijo y renegrido y más franquista que Franco, un tipo raro raro, demasiado raro, pienso ahora al cabo de tantos años y con lo que ya sabe uno de la vida, y al atardecer, después de caminar unos quince kilómetros campo a través cantando a pleno pulmón soy el novio de la muerte y banderita tú eres roja, banderita tú eres gualda y otras coplas por el estilo, coplas de una época que ya no era la nuestra pero que todavía nos quedaba como quien dice al alcance de la mano, acampamos en la playa. Éramos unos veinte chavales, levantamos las tiendas sobre la arena y los mandos reunieron matas secas y algunos palos que había desperdigados por ahí e hicieron una fogata. Con el campamento ya montado alguien se acordó de que aquella noche se jugaba el Alemania-Francia. Lo recuerdo perfectamente, el Alemania-Francia, partido de semifinales del mundial ochentaidós. De manera que, sí, yo tenía de fijo catorce años. El Kempes, como el chaval espabilado que era, propuso que nos acercáramos al pueblo y viéramos el partido en un bar, y de inmediato se armó un barullo considerable. Levantó entonces la mano el tío Pepito para imponer orden, y con aquella voz de tonadillera vieja que tenía, dijo: Me parece muy bien, pero alguien tiene que quedarse aquí guardando el puesto. Los muchachos, que ya no podían sacarse de la cabeza la idea de ver el partido, empezaron a mirarse la punta de los pies sin decir nada. Todos callados y expectantes y haciéndose los remolones. Y yo... En fin. Yo no sabría decirles por qué, tal vez porque me incomodaban aquellas cabecitas gachas y aquel silencio que amenazaba con hacerse eterno o porque, la verdad sea dicha, nunca he sido, pese a mi timidez, de los que escurren el bulto, o lo más probable, porque aquel partido me importaba más bien poco, pero el caso es que di un paso al frente y dije: Yo me quedo... ¡Hay que ver lo contentos que se pusieron todos! Socio, ¿tú te quedas?, me dijo el Kempes poniéndome una mano en el hombro. Me agradó mucho que me tratara con ese respeto, me sentí alguien. Yo me quedo, Kempes, dije, irse ustedes tranquilos... El Kempes me dio un par de cigarrillos en plan colega y el tío Pepito me dejó un transistor para que yo pudiera escuchar el partido. Y allí me quedé. Los demás se fueron al pueblo, los vi marcharse caminando en fila india detrás del tío Pepito, aquel mamarracho de hombre, y yo me quedé allí solo en la playa, sentado junto a la fogata y mirando al mar, escuchando en el silencio del anochecer el fragor de las olas y viendo cómo el sol se iba poniendo poco a poco, algo de una belleza que yo no sabría contarles, amigos, así que mejor se lo dejamos a los poetas. Solo estuve hasta que el sol se puso del todo y solo seguí en la playa con la única compañía del fueguecito aquel y de mi cigarrillo y de la radio que puse bajita cuando ya era noche cerrada y no se veía nada más que algunas luces de barcos, rojas y verdes, allá a lo lejos. Pero qué a gusto estuve... qué bien se estaba en la playa, de noche y sin gente, arrebujado en una toalla, pensando uno en sus cosas. De lo mejor que me ha pasado en la vida, y no se rían, que es la verdad.
Bueno, y todo este rollo para decirles que yo tenía entonces catorce años. En fin, hablábamos del Kempes, ¿no? Sigo contándoles.
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