sábado, 15 de agosto de 2009

FERRAGOSTO EN SEVILLA

Ferragosto. Salgo a la calle. Me he quedado sin tabaco, y sin tabaco la vida no merece la pena de ser vivida. Sin tabaco ni café, como dijo Stendhal, creo, o tal vez fuera Balzac, la vida no merece la pena de ser vivida. Así que salgo a la calle por tabaco y me llevo un susto tremendo cuando veo que El Corte Inglés está cerrado. Claro, es ferragosto, me digo. No hay palabra que dé más calor que la palabra ferragosto. Y hace calor, vaya si lo hace. Apenas se ve un alma en la plaza del Duque. Sólo guiris, pobrecitos, lo que deben de estar pasando, y sudacas en la parada del autobús. Taxis, ni uno. Llego a La Campana y el sol pega de lo lindo. El hombre del vino, como llama mi hijo a un loco veterano del barrio, habría exclamado: ¡veraneo pa los calvos! Los comercios están cerrados a excepción de la confitería de La Campana y del kiosco que se conoce como el kiosco de Curro, uno que se las daba de gracioso y de bético, donde me compro un paquete de winston porque el luckies últimamente me ha dado en cara. Luego busco al cuponero que suele ponerse junto a las mesas de La Campana, pero el cuponero ha desaparecido. Me quedé sin los nueve millones. Otra vez será, muchacho. En La Campana sólo hay guiris medio desmayados en las sillas de la terraza, bebiendo cerveza caliente y cocacola caliente, en silencio, con las caras coloradas y los ojos suplicantes. ¿Quién los convence de que lo más sensato sería quedarse en el hotel debajo del chorro de aire acondicionado? ¿Nadie les advirtió en la agencia de viajes de que a Sevilla no hay que venir en verano?
Si yo tuviera lo que hay que tener, ahora mismo cogía el Polo y me lanzaba a conducir por las calles desiertas de Sevilla con Domenico Modugno en el radiocasete. Pero me falta voluntad. Y estilo. Así que regreso a casa, qué fresquito está el salón, qué tranquilo está el niño, qué hacendosa mi mujer en la cocina, y escribo esto que ahora me leo.
Ah, se me olvidaba decir que tampoco este año he visto la virgen de los Reyes.

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