Este letrero, como casi todos los letreros que prohiben algo, tiene la virtud de incitarnos a hacer justamente lo que prohibe. Y es que después de leerlo uno tiene que morderse la lengua para no preguntar por el zapatero nada más traspasar el umbral de la tienda. La tentación de preguntar por el zapatero es realmente muy fuerte. Muy muy fuerte. Vayan allí si no me creen y hagan la prueba. Yo preguntaría por el zapatero aunque sólo fuera para ver qué pasa.
Podemos imaginar a qué grado de desesperación, de hartazgo, tuvo que llegar la dueña de la tienda para verse en la necesidad de poner un cartel así en la mismísima puerta de su negocio. Cuántas veces tuvo que oír de todo el que entraba en la tienda, fuera o no fuera cliente, la misma pregunta insidiosa, cargada de mala leche: Niña, ¿y el zapatero? Y cuánta desesperación hay en ese ¡por favor! Cuánta rabia, cuánta gota que colma el vaso en esos signos de admiración tan bien puestos, por otra parte, que parecen puestos por un catedrático.
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