1978: Gano el concurso Pinta tu Caravana. En el salón de actos del colegio levanto triunfante la copa, la gente aplaude, una mujer que está sentada en la primera fila sonríe y dice: qué gracioso, mujé; todo me parece maravilloso y al mismo tiempo muy natural, como si nadie excepto yo mereciera ese premio. Con las 5.000 pesetas del premio pienso comprarme un reloj digital con los números en colorado, pero mis padres me obligan a invertir aquella pequeña fortuna en acciones del banco de Santander, gracias a lo cual hoy puedo vivir de las rentas. El profesor está encantado conmigo. Un día, después de hacerme leer en voz alta un relato que he escrito, cómo no, en el lavadero de la casa de mis abuelos, un relato que aún conservo y que, leído con los ojos de un adulto, sólo provoca en mí una sonrisita de conmiseración, proclama con toda solemnidad que es lo mejor que se ha escrito en clase. Mi abuelo me regala un cuaderno para que escriba en él mis cosas. Poemas, relatos, ocurrencias. Ingenuidad y pedantería infantil. Escribo, saco las mejores notas. Pienso que la vida puede ser fácil y estupenda. Los sábados me despierta el incesante chom, chom, chom de la máquina de machacar aceitunas. Después de desayunarme con el café migado que me da mi abuela, bajo al almacén y allí me dedico a lanzar cuchillos contra una vieja puerta, a hablar con las mujeres mientras ellas deshuesan aceitunas, a hacer rabiar a los perros; inspirado por una película que he visto en televisión, me subo al soberado del almacen y pinto en el techo mi propia versión de los frescos de la capilla sixtina, lo que me vale una suave reprimenda de mi abuelo. En la cama leo los relatos de Poe (colección RTV), que me parecen excelentes a excepción de Silencio (hoy es uno de mis favoritos). Es el último día de clase; los alumnos aguardamos expectantes el nombre del alumno que será agraciado con matrícula de honor para el próximo curso. Después de nombrar a X, el profesor se me acerca y me dice: había pensado en ti, realmente lo mereces tanto como X, pero tú lo haces todo con tanta facilidad... la verdad es que no haces el menor esfuerzo. Acepto con deportividad el veredicto. Sí, el profesor tiene razón, todo me resulta demasiado fácil. Hay que premiar el esfuerzo, no los estados de gracia. Años después me enteré de que una matrícula de honor les hubiera ahorrado a mis padres una buena cantidad de dinero, pero ya era tarde para pensar en matrículas de honor, sencillamente, ya no tenía fe en mí.
En el largo verano, mientras todos duermen la siesta, leo sentado en la escalera El pais de las sombras largas, que me hace temblar de frío aun en medio del calor sofocante. Tengo una caja de madera en la que guardo mis tesoros: novelitas del oeste, un manual que enseña a hacer trucos de magia, una armónica, un diccionario de francés Lilliput que me ha regalado un belga que trabaja para mi abuelo, una cuerda con una moneda de veinticinco céntimos atada a un extremo que prácticamente sirve para cualquier cosa... Mi hermano y yo jugamos a caminar descalzos por el ardiente suelo de la azotea. Luego nos bañamos en un bocoy que mi abuelo ha serrado por la mitad y al que hemos dado en llamar irónicamente "la piscina". Nos bañamos allí, en la azotea, rodeados por un paisaje de casas viejas y medio ruinosas cuyas ventanas son misteriosos agujeros excavados en el muro que invitan a imaginar cómo será la vida de sus nunca vistos moradores.
Empiezo quinto de EGB. Don Joaquín Leflet, el profesor, me desagrada desde el primer momento. Se las da de gracioso y obliga a los niños a reírle las gracias. Cuando yo diga "miarmaaa", vosotros decís "chiquetitooo", nos explica ya el primer día de clase. Cada vez que un alumno hace una pregunta o da una respuesta que el profesor considera estúpida, don Joaquín dice meneando la cabeza: miarmaaa, y los niños, previamente aleccionados, inmediatamente cantan a coro: chiquetitooo. Ni que decir tiene que, mientras toda la clase se regodea y canta el infamante chiquetito, yo me quedo callado y serio. No lo hago por compasión del humillado, sino por desprecio al profesor. Los métodos pedagógicos de don Joaquín Leflet no excluyen la humillación pública del alumno con comentarios hirientes ni los salvajes bofetones ante la menor falta de disciplina. Un día, don Joaquín Leflet llama a Z, cuyo delito ha sido cuchichearle alguna cosa a su compañero de banca, al fondo de la clase. Z se levanta de la silla y comienza a caminar lentamente y muerto de miedo por entre las filas de pupitres. En mitad de un silencio de muerte, se oye la voz de don Joaquín Leflet: quítate las gafas. Z se quita las gafas temblando, reprimiendo las lágrimas. Todos sabemos lo que va a pasar, no es la primera vez que asistimos a un espectáculo parecido. El paseo de Z hasta el cadalso se nos hace interminable. Don Joaquín Leflet espera de pie delante de la pizarra. Cuando Z se le pone a tiro, le suelta un tremendo bofetón que resuena en toda el aula. Ahora vuelve a tu sitio, concluye. Estas torturas diabólicamente escenificadas y ejecutadas por el profesor me llenan de angustia, pero sé, positivamente sé que don Joaquín Leflet no se atreverá jamás a ponerme una mano encima. En vez de bofetones, me lanza comentarios maliciosos, de una maldad que todavía me asombra. Me hablaron muy bien de ti, me dice un día sin venir a cuento, delante de todos mis compañeros, pero no creo que sea para tanto.
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