Mientras leo Petersburgo no puedo dejar de pensar que, en realidad, lo que me gustaría estar leyendo ahora, en este preciso momento, es Crimen y castigo. Con mucho gusto cambiaría ahora mismo a Nikolái Ableujov por Raskolnikov (cosa imposible, puesto que el único ejemplar de Crimen y castigo que he poseído en mi vida se lo presté hace muchos años a un amigo, que aquí llamaré X, y lo di por perdido desde el mismo instante en que pasó de mis manos a las suyas). Raskolnikov era todo un hombre, así lo recuerdo, y este Ableujov no es más que un fantoche. No quiero decir con esto que Petersburgo sea una mala novela, Dios y Nabokov me libren, o que no me guste Petersburgo; sólo digo que en este momento y lugar (aquí, en mi casa, en mi butaca, a las once de la noche) me apetece mucho más leer Crimen y castigo, y que si tuviera a mano un ejemplar de esta novela, me pondría a leer Crimen y castigo de inmediato y dejaría Petersburgo para una mejor ocasión, que seguramente la habrá. Me acuerdo ahora de la ilustración que aparecía en la cubierta de aquel ejemplar de Crimen y castigo que hace tantos años le presté a mi amigo X (e inmediatamente perdí para siempre): un tipo siniestro y andrajoso con largas barbas a lo Rasputín que sostenía un hacha ensangrentada en la mano: Raskolnikov, sin duda. Mi amigo X hubiera podido pasar por un personaje de Dostoievski. Se pasaba el día en el sofá, leyendo y fumando un ducados detrás de otro o dando cabezadas, inmerso en su mundo (como yo y como todos, aunque de una manera más notoria y absoluta), atiborrado de pastillas, mientras su mujer cosía como una posesa para mantener a la familia (aquel salón de su casa siempre repleto de piezas de tela y el ruido incesante de la máquina de coser, recuerdo). Fumo demasiado, solía decirme como disculpándose (hablaba lentamente, sin inflexiones, y empezaba y acababa las frases con un largo y angustioso suspiro), pero yo le decía que no se preocupara, que fumara todo lo que diera la gana, total. X tenía alrededor de cuarenta años y yo quince o dieciséis, él era esquizofrénico y yo no, pero la diferencia de edad y su enfermedad no nos impedían tratarnos como verdaderos amigos. Un día, después de pasarse un buen rato mirándose con mucho interés en el espejo del recibidor, me preguntó, sin asomo de estar bromeando: ¿No crees que me parezco a Jesucristo? Mi amigo pesaba más de ciento veinte kilos, tenía una barriga enorme y una cara grande y extraordinariamente redonda, y se estaba quedando calvo. No, no te pareces a Jesucristo, le dije. Si acaso, a Buda. ¿Y si me dejara la barba?, insistió, pasándose lentamente la mano por la papada. Mejor no, le dije, y ahí quedó la cosa. X tenía muchos libros (a mí me parecían muchos), leía mucho, como ya he dicho, y su mujer pensaba que la lectura no le hacía bien. Cuando su mujer vio la cubierta de Crimen y castigo, aquel Raskolnikov con su hacha ensangrentada, hizo una mueca de disgusto, pero no dijo nada. Yo sabía que no recuperaría mi Crimen y castigo, sabía que, pasado algún tiempo, mi amigo se olvidaría de que el libro no era suyo, sino prestado, y yo no encontraría la manera ni el momento de recordárselo y pedirle que me lo devolviera. No me importaba, la verdad, porque le tenía aprecio a mi amigo y de alguna manera quería corresponder a sus regalos. Me había regalado El oro de los dioses de von Däniken, que leí con avidez y entusiasmo, y algún otro libro más que no recuerdo ahora. ¡El oro de los dioses! ¡Qué maravilla para mis quince años!
Mi amigo X murió joven, no llegó a los cincuenta. Su hijo me dijo, poco después de la muerte de mi amigo, que su padre había tenido mala suerte en la vida. Mala suerte. No sé. No creo que se tratara de mala suerte. En mi memoria lo veo sonriendo con su cara de alucinado, fumando con avidez y con mi ejemplar de Crimen y Castigo en la mano, como si no supiera muy bien qué hacer con él.
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