jueves, 8 de abril de 2010

EL HOMBRE DE LA MASCOTA (IV)

El hombre parecía inquieto. Abría y cerraba la boca como si le faltara el aire o como si quisiera decir algo y no se atreviera a decirlo o sencillamente no supiera qué decir. Se quedaba un rato con la boca abierta, después la cerraba y tragaba saliva, luego volvía a abrirla; no paraba de mover nerviosamente las piernas (estaba sentado) y de retorcer con ambas manos el puño del bastón. Nada que ver con el hierático e impertubable personaje que ha sido durante años y al que ya nos habíamos acostumbrado. Aquel desasosiego, nuevo e inesperado, era de lo más preocupante; me dio la impresión de que el hombre estaba enfermo, y de golpe y por vez primera tomé plena conciencia de su vejez. Al pasar junto a él, caminando despacio y fingiéndome un transeúnte más (fingiendo, porque en ese momento yo no era, como es fácil de entender, un transeúnte más), mi mirada se cruzó con la suya. Duró una milésima de segundo, en seguida desvié la mirada hacia otro lado, pero para mí aquella milésima de segundo fue, lo juro, un instante pavoroso. Por nada del mundo volvería a hacerlo. Mirarlo así, a los ojos. No, nunca más.
Lo que aquí me cuento ocurrió unos días antes de Semana Santa. Desde entonces no he vuelto a ver al hombre de la mascota. Ahora tengo negros presagios. Uno no puede saber cuándo será la última vez que vea al hombre de la mascota, y desde que comencé estas notas, hace casi dos meses, cada vez que lo veo (al menos lo he visto en tres ocasiones desde entonces, y no todos los días paso por la plaza del Duque) tengo miedo de que esa vez sea la última. No quisiera escribir más sobre este asunto, como no sea para decir, tranquila y simplemente, que estoy contento porque he vuelto a verlo.

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