Pequeñas aventuras sanmarianas, como acompañar al Jefe adonde el Mudo, que, según parece, vende a precio de chiste un excelente vino tinto de fabricación casera (extrarradio, plantaciones, carriles de tierra, construcciones levantadas a la diabla; rápidamente perdidos y rescatados media hora después por un simpático tractorista ―el Jefe habla con él a voces sacando medio cuerpo por la ventanilla del coche― que nos indica el camino que debemos seguir a través de aquel laberinto). O subir al cerro del castillo sólo para descubrir que eso que en Santamaría Sur se conoce como El Castillo no es más que un viejo paredón con un gran agujero en el centro. También expulsar a un pájaro negro ―desde luego no es un cuervo, como ha dicho por teléfono la mujer del Jefe― que se ha colado en la cocina. Palos, revoloteos del pobre animal tropezando aquí y allá. Finalmente el no-cuervo encuentra la salida, sale disparado hacia el jardín y se posa ―imaginémoslo exhausto y todavía asustado― sobre un alero.
Y en la madrugada del viernes, un estruendo... Salto de la cama, recorro la casa alumbrándome con el teléfono móvil. El dormitorio de mi hijo. Nada. El pasillo, el comedor, el salón, la cocina. Nada de nada. La puerta del piso, etc. Todo parece estar en orden. Qué extraño. Vuelvo a acostarme. Pero ya de mañana, después de ducharme y vestirme y poner dos rebanadas de pan en la tostadora, noto un gran y ominoso vacío en la pared del salón. Entonces... ¡sí, lo veo! Un cuadro se ha desprendido de la endeble alcayata que lo sujetaba y se ha estrellado contra el suelo, el cristal hecho añicos.
Luego, en el tren que cada viernes me lleva a Santamaría Sur, levanto la cortina de la ventanilla que queda justo a mi izquierda para, qué se yo, distraerme con el paisaje y dejar que entre en el vagón un poco de sol. Parece imposible, pero... el vidrio está roto, quebrado, una miríada de pequeñas quebraduras. Un empleado ha puesto en la ventanilla una pegatina que advierte a los pasajeros del peligro; veo en el cristal el agujero que ha dejado el impacto de alguna cosa, una piedra, o una bala si queremos ponernos románticos. Demasiados cristales rotos, me digo. Bueno, solo dos. ¡Pero, qué casualidad! Inevitablemente pienso en el Inferno de Strindberg.
Mientras, el tren avanza. Avanza. El cuadro roto, la ventanilla rota. ¿Qué más? Habrá más tarde un vaso roto, un vaso que se resquebrajará cuando mi mujer vierta en él el café de su desayuno. Me lo dirá cuando regrese a casa, al anochecer. ¿Pueden creerlo? Pero ahora el tren avanza. Campos sembrados de paneles fotovoltaicos. Avanza. Un pueblo llamado Dos Hermanas. Grandes silos. Avanza. Un pueblo llamado Utrera. Nubes blancas y altas. Avanza el tren. Ya llega, ya estoy aquí otra vez: Santamaría Sur.